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jueves, 4 de febrero de 2021

El mundo heroico - Octavio Paz

 


El mundo heroico - Octavio Paz

De su libro El arco y la lira 


Lo que distingue a los héroes griegos de todos los otros es no ser simples herramientas en las manos de un dios, como sucede con Arjuna. El tema de Hornero no es tanto la guerra de Troya o el regreso de Odiseo como el destino de los héroes. Ese destino está enlazado con el de los dioses y con la salud misma del cosmos, de modo que es un tema religioso. Y aquí surge otro de los rasgos distintivos de la poesía épica griega: el ser una religión. Homero es la Biblia helena. Pero es una religión apenas dogmática. Burckhardt señala que la originalidad de la religión griega reside en ser libre creación de poetas y no especulación de una clerecía. Y el ser creación poética libre, y no dogma de una Iglesia, permitió después la crítica y favoreció el nacimiento del pensamiento filosófico. Mas antes de analizar en qué consiste la visión del mundo que no ofrece la epopeya y el lugar de los héroes en ese mundo, conviene precisar el significado del culto a los héroes entre los griegos.

La antigua Grecia conoce dos religiones: la de los dioses y la de los muertos. La primera adora divinidades naturales y puede simbolizarse en la figura solar de Zeus; la segunda es un culto a los señores en cuya figura la comunidad entera se reconoce y cuya mejor representación es Agamenón(40). Ambos cultos sufren transformaciones decisivas. La civilización egea se disgrega; la micenia se extiende y trasplanta parcialmente al Asia Menor, mientras se extingue en el continente. En las colonias asiáticas la religión de los dioses se fortifica, en tanto que el culto a los muertos languidece, ligado como estaba a la tumba local o doméstica. Se debilita, pero no muere: los antepasados regios dejan su morada terrestre, rompen los lazos mágicos que los atan al suelo e ingresan en el reino del mito. Los héroes ya no son los muertos localizados en una tumba y se convierten en figuras míticas en las que el pueblo desterrado ve su pasado como algo lejano y entrañable al mismo tiempo.

El mito, por otra parte, se desprende del himno religioso y de la plegaria y, tomando como materia propia a los héroes, se convierte en la substancia de la epopeya(41). La victoria de la religión de los dioses no produjo un libro canónico como la Biblia o los Vedas. La libertad que el poeta épico se podía tomar con los héroes, gracias a la desaparición de las tumbas, se ejerció también en la pintura de los dioses. Roto el lazo sagrado entre el espíritu de la tumba y el hombre, el héroe—dios, el «señor», se humaniza. Para el mito el héroe es un semidiós, un hijo de dioses, lo cual no es del todo inexacto pues ya se ha visto que se trata de un dios humanizado, una figura libre ya del poder terrible de la sangre y el suelo. Esta humanización produce, por contagio, la del dios olímpico. Así, Homero es tanto un fin como un principio. Fin de una larga evolución religiosa que culmina con el triunfo de la religión olímpica y la derrota del culto a los muertos. Principio de una nueva sociedad aristocrática y caballeresca, a la que los poemas homéricos otorgan una religión, un ideal de vida y una ética. Esa religión es la olímpica; esas ideas y esa ética son el culto a los héroes, al hombre divino en el que confluyen y luchan los dos mundos: el natural y el sobrenatural. Desde su nacimiento la figura del héroe ofrece la imagen de un nudo en el que se atan fuerzas contrarias. Su esencia es el conflicto entre dos mundos. Toda la tragedia late ya en la concepción épica del héroe.

Para entender con claridad en qué consiste el conflicto del héroe es menester formarse una idea del mundo en que se mueve. Según Jaeger «lo que caracteriza el espíritu griego, y es desconocido de los pueblos anteriores, es la clara conciencia de una legalidad inmanente de las cosas»'. Esta idea tiene dos vertientes: la concepción dinámica de un todo, animado por leyes, impulsos y ritmos cósmicos; y la noción del hombre como parte activa de esa totalidad. La idea de la legalidad cósmica y la de la responsabilidad del hombre en esa legalidad, como uno de sus componentes activos, no deja de ser contradictoria. En ella se encuentra la raíz de lo heroico y, más tarde, la conciencia de lo trágico. La epopeya no postula esta concepción como un problema, pues Homero «concibe a Até y a Moira de un modo estrictamente religioso, como fuerzas divinas que el hombre puede apenas resistir. Sin embargo, aparece el hombre, especialmente en el canto noveno de la Iliada, si no dueño de su destino por lo menos como un coautor inconsciente»(42). Los griegos insertan al hombre dentro del movimiento general de la naturaleza y de ahí arranca el conflicto y el valor ejemplar de lo heroico. Este conflicto no es de orden moral, en el sentido moderno de la palabra: «las fuerzas morales son tan reales como las físicas... y los últimos límites de la ética para Homero son, como para los griegos en general, leyes del ser, no convenciones del puro deber».

Epopeya y filosofía naturalista se nutren de una misma concepción del ser. La idea de una legalidad universal se expresa con mayor nitidez aún en el célebre fragmento de Anaximandro: «Las cosas tienen que cumplir la pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, según los decretos del Tiempo». No se trata de una anticipación a la concepción científica de la naturaleza, con sus leyes de causa y efecto, sino de una visión del ser como un cosmos no sin semejanza con el mundo político de Solón, regido por la justicia(43). Tanto la justicia política como la cósmica no son propiamente leyes que estén sobre la naturaleza de las cosas, sino que las cosas mismas en su mutuo movimiento, en su engendrarse y entre devorarse, son las que producen la justicia. Así, ésta se identifica con el orden cósmico, con el movimiento natural del ser y con el movimiento político de la ciudad y su libre juego de intereses y pasiones, cada uno castigando los excesos del otro. Una vez más: justicia y orden son categorías del ser. Y su otro nombre, se me ocurre, es armonía, movimiento o danza concertada tanto como choque rítmico de contrarios.

El mundo de los héroes y de los dioses no es distinto del de los hombres: es un cosmos, un todo viviente en el que el movimiento se llama justicia, orden, destino. El nacer y el morir son las dos notas extremas de este concierto o armonía viviente y entre ambas aparece la figura peligrosa del hombre. Peligrosa porque en él confluyen los dos mundos. Por eso es fácil víctima de la hybris, que es el pecado por excelencia contra la salud política y cósmica. La cólera de Aquiles, el orgullo de Agamenón, la envidia de Áyax son manifestaciones de la hybris y de su poder destructor. Por razón misma de la naturaleza total de esta concepción, la salud individual está en relación directa con la cósmica y la enfermedad o la locura del héroe contagian al universo entero y ponen en peligro al cielo y a la tierra. El ostracismo es una medida de higiene pública; la destrucción del héroe que se excede y va más allá de las normas, un remedio para restablecer la salud cósmica. Ahora bien, no se comprende enteramente en qué consiste el pecado de desmesura si se concibe la medida como un límite impuesto desde fuera. La mesura es el espacio real que cada quien ocupa conforme a su naturaleza. Ir más allá de sí es transgredir tanto los límites de nuestro ser como violar los de los otros hombres y entes. Cada vez que rompemos la mesura herimos al cosmos entero. Sobre este modelo armónico se edifica la constitución política de las ciudades, la vida social tanto como la individual, y en él se funda la tragedia. Toda la historia de la cultura griega puede verse como su desarrollo.

En la sentencia de Anaximandro —las cosas expían sus propios excesos— ya está en germen toda la visión polémica del ser de Heráclito: el universo está en tensión, como la cuerda del arco o las de la lira. El mundo «cambiando, reposa». Pero Heráclito no sólo concibe el ser como devenir —idea en cierto modo implícita ya en la concepción de la épica— sino que hace del hombre el lugar de encuentro de la guerra cósmica. El hombre es polémico porque en él todas las fuerzas terrestres y divinas se dan cita y pelean. Conciencia y libertad —aunque Heráclito no emplea estas palabras— son sus atributos. Llegar a la comprensión del ser es también llegar a la comprensión del hombre. Su misterio consiste en ser una rueda del orden cósmico, un acorde del gran concierto y, asimismo, en ser libertad. Dolor es desarmonía; conciencia, acorde con el ritmo del ser. El misterio del destino consiste en que también es libertad. Sin ella no se cumple.

A la inversa de la epopeya, la tragedia es hija de la Grecia continental. La gran creación individualista de la Grecia asiática —la elegía— se transforma en la madre patria en formas colectivas, según se advierte en la poesía coral espartana. La tragedia recibe una doble herencia: la tradición lírica elegiaca y la poesía aristocrática de la épica. El origen de la tragedia, como es sabido, es popular y agrario. Gracias a las reformas de la época de Pisístrato, las clases populares se elevan y a este ascenso social corresponde también el ingreso de los cultos populares —la religión de Dionisos y Deméter— a la polis cerrada y aristocrática. Pero del mismo modo que la emigración al Asia Menor acarreó la transformación del culto a los muertos en religión de los héroes, al triunfo popular corresponde «una evolución religiosa paralela en el sentido de las formas olímpicas tradicionales: las clases inferiores las hacen suyas como un signo y una consagración»(44). La pantomima dionisíaca se transforma en culto de la polis. La substancia de la tragedia no es el mito agrario sino la tradición heroica de la epopeya. El coro campesino cambia de tono y de contenido y se transforma en vehículo del arte más alto y de la más libre y apasionada meditación sobre la suerte del hombre. El mito heroico, que funda a Grecia en la epopeya, se transforma en diálogo: la tragedia y la comedia son un diálogo de Grecia consigo misma y con los fundamentos de su ser.

Esquilo concibe el destino como una fuerza sobrehumana y sobredivina, pero en la cual la voluntad del hombre participa. El dolor, la desdicha y la catástrofe son, en el sentido recto de la palabra, penas que se infligen al hombre por traspasar la mesura, es decir, por transgredir ese límite máximo de expansión de cada ser e intentar ir más allá de sí mismo: ser dios o demonio. Más allá de la mesura, espacio sobre el que cada uno puede desplegarse, brotan la discordancia, el desorden y el caos. Esquilo acepta con entereza la violencia vengativa del destino; mas su piedad es viril, y se rebela contra la suerte del hombre. Ver en el teatro de Esquilo la triste y sombría victoria del destino es olvidar lo que llama Jaeger «la tensión problemática» del soldado de Salamina. Esa tensión se alivia cuando el dolor se transforma en conciencia del destino. Entonces el hombre accede a la visión de la legalidad cósmica y su desdicha aparece como una parte de la armonía universal. Pagada su penalidad, el hombre se reconcilia con el todo. Pero Esquilo no nos da una solución, ni una receta moral o filosófica. Estamos ante un misterio que no aciertan a desvelar del todo sus palabras, pues si es justo que el hombre pague, los gritos de Prometeo en la escena final de la tragedia contradicen esta creencia: «Éter que haces girar la luz común para todos, viéndome estás cuán sin justicia padezco». Este grito no admite consuelo: es un dardo clavado en el corazón de ese cosmos justo. Nadie puede extraerlo porque simboliza la condición trágica del hombre.

También para Sófocles la acción trágica no implica sólo la soberanía del Destino sino la activa participación del hombre en el cumplimiento de la justicia cósmica. La resignación es innoble si no se transforma en conciencia del dolor. Y por el dolor se llega a la visión trágica, que dice «sí a la esfinge cuyo misterio ningún mortal es capaz de resolver»(45). La tragedia no predica la resignación inconsciente, sino la voluntaria aceptación del Destino. En él y frente a él se afina el temple humano y sólo en ese «Sí» la libertad humana se reconcilia con la fatalidad exterior. Gracias a la aceptación trágica del héroe, el coro puede decir a Edipo: «Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo». En estas palabras de Sófocles hay una respuesta al grito de Prometeo: apenas el Destino se hace conciencia, se transforma y cesa la pena. Ni Esquilo ni Sófocles niegan que el Destino sea la expresión de la legalidad inmanente de las cosas, pero ambos quieren insertar al hombre dentro de esa ley universal sin sacrificar su conciencia. Sófocles acentúa el carácter redentor, por decirlo así, de la conciencia, a la que concibe como la intuición superior de las fuerzas que rigen el cosmos, y la luz de esa comprensión ilumina los ciegos pasos de Edipo en Colona. Una y otra vez el genio griego afirma que el hombre es algo más que un «instrumento» en las manos de un dios. ¿Cómo conciliar esta afirmación con la del Destino? Este problema nunca fue resuelto del todo y en él reside precisamente lo que se llama conflicto trágico. Se trata de dos términos incompatibles y que, sin embargo, se complementan y gracias a los cuales el hombre es hombre y el mundo es mundo. Lo trágico reside en la afirmación mutua e igualmente absoluta de los contrarios. Si el hombre no fuese culpable, el Destino no lo destrozaría; pero esa culpa no disminuye sino engrandece a Prometeo, Antígona y Edipo. Por ellos y en ellos el Ser se cumple y no regresa el caos. La conciencia del Destino es lo único que puede librarnos de su peso atroz y darnos una vislumbre de la armonía universal. Libertad y Destino son términos opuestos y complementarios. Su misterio pertenece a la naturaleza misma de las cosas. El pesimismo griego es de orden distinto al cristiano.

Eurípides es el primero que se atreve abiertamente a preguntarse sobre la santidad y justicia de la legalidad cósmica. Al hacerlo, abandona el campo del Ser y se traslada al de la crítica moral. La culpa deja de ser una maldición objetiva y se convierte en un concepto subjetivo y psicológico. El Destino es loco, caprichoso e injusto, nos dicen los héroes de Eurípides. Esquilo había proferido quejas semejantes, pero su obra no es una defensa filosófica de los derechos del hombre, ni una crítica de los dioses, sino la expresión de la condición humana como manifestación de la legalidad cósmica. Apenas se niega la justicia del Destino, pierde también justificación el dolor y el caos regresa. El hombre, ante la invasión del azar, no puede hacer nada sino refugiarse en sí mismo o crearse una ciudad ideal. El estoicismo, el misticismo personal y la utopía política son salidas de un mundo que ha perdido su legalidad objetiva. La grandeza de Eurípides como poeta lírico, su conocimiento de las pasiones y su penetración psicológica no compensan lo que se ha llamado su «pecado contra el mito», o sea el haber convertido en causa psicológica lo que antes fue justicia cósmica. Al romper la tensión trágica, abrió la puerta al relativismo y a la psicología y minó los fundamentos de la idea del ser. ¿Pero no será mucho olvidar que, asimismo, Eurípides afirma la inocencia del hombre? Esa inocencia, a la inversa de lo que ocurre con Esquilo, no se postula frente a la legalidad y santidad del Destino sino como un alegato ante la irracionalidad y locura de ese mismo Destino. La respuesta que da Eurípides a la pregunta que se habían hecho Esquilo y Sófocles tiene así dos caras: niega la santidad del Destino y sostiene la inocencia del hombre. Su negación rompe el conflicto trágico, pues no es lo mismo ser víctima del ciego azar o de la pasión que de una justicia cósmica; su afirmación, en cambio, sí es eminentemente trágica: el hombre es inocente porque su culpa no es suya realmente. Eurípides recoge la antigua noción de culpa objetiva, la contrasta con las ideas de responsabilidad subjetiva y afirma la inocencia última del hombre. Esta afirmación es trágica, porque en ella también hay un conflicto que nada, excepto la conciencia superior de nuestra condición, resuelve. Pagamos y expiamos, porque siendo inocentes somos culpables.

En los tres grandes poetas trágicos se transparenta un conflicto que no admite solución, excepto suprimiendo uno de los dos' términos antagónicos: Destino o conciencia humana. En ese conflicto la «otra voz», reveladora de la condición humana fundamental, se manifiesta con una plenitud y una hondura que hacen, a mi juicio, que sea la tragedia la más alta creación poética del hombre. El hombre es Destino, fatalidad, naturaleza, historia, azar, apetito o como quiera llamársele a esa condición que lo lleva más allá de sí y de sus límites; pero, además, el hombre es conciencia de sí. En esta contradicción reside el misterio de su ser, su carácter polémico y aquello que lo distingue del resto de los entes. Pero la grandeza de la tragedia no consiste en haber llegado a esta concepción sino en haberla vivido realmente y en haber encarnado la contradicción insoluble de los dos términos. Los héroes trágicos —aun en los momentos de mayor locura y extravío— no pierden la conciencia y no dejan de preguntarse sobre las razones últimas de su condición: ¿somos realmente libres?; ¿somos culpables?; esos dioses que tan sin piedad nos hieren ¿son justos o injustos; existen realmente?; ¿hay otras leyes —como dice Sófocles— superiores a los caprichos de la divinidad? La tragedia griega es una pregunta sobre los fundamentos mismos del Ser: ¿el Destino es santo?, ¿el hombre es culpable?, ¿cuál es el sentido de la palabra justicia? Estas interrogaciones no poseían un carácter retórico, pues se referían a los supuestos mismos de la sociedad griega y ponían en tela de juicio todo el sistema de valores en que se edificaba la polis.

Ni Calderón ni Shakespeare se hicieron nunca preguntas parecidas, preguntas acaso sin respuesta. Las acciones más santas y los sacrilegios más atroces son examinados sin piedad por los poetas trágicos, para mostrarnos el verso y el anverso de cada acto. Al librar a Tebas de la Esfinge, Edipo se pierde; al matar a su madre, Orestes restablece el orden cósmico. La tragedia es una vasta meditación sobre el sacrilegio y un examen de su valor ambiguo; salva y condena, condena y salva. Todos los héroes se pierden porque violan un límite sagrado: el de su propio ser; y el orden vuelve a reinar si una nueva violación —divina o humana, de la divinidad ofendida o del héroe vengador— restaura el equilibrio. Nada iguala la audacia con que los poetas trágicos examinan las convenciones más generalmente aceptadas como santas por su pueblo. Sólo en la libertad puede nacer un arte cuyo tema único es el sacrilegio, como en la tragedia, o la salud política, como en la comedia aristofanesca. La ausencia de un dogma eclesiástico y de una clerecía guardiana de las verdades tradicionales, por una parte, y el clima de la democracia ateniense, por la otra, explican la soberana libertad que los poetas se tomaron con el mito heroico. Mas no basta la libertad sin la valentía del espíritu y la intrepidez de la mirada. El teatro griego ofrece una visión pesimista del hombre, pero también es una crítica de los dioses. Su pesimismo abarca el cosmos entero. La libertad de la tragedia no rehuye la fatalidad sino que se prueba en ella. Los griegos nunca se hicieron ilusiones y, como ha dicho Nietzsche, la tragedia sólo fue posible gracias a su salud psíquica. Aquel que ha conocido la victoria como los griegos la conocieron después de Salamina y Maratón, aquel que ha descubierto la geometría y se sabe mortal, aquel que ha probado la extrema tensión de su ser y conoce sus límites, ése, y sólo ése, tiene el temple trágico.

Los griegos son los primeros que han visto que el Destino exige para cumplirse la acción de la libertad. El Destino se apoya en la libertad de los hombres; o mejor dicho: la libertad es la dimensión humana del Destino. Sin los hombres, el Destino no se cumple y la armonía cósmica se rompe. Para los griegos el hombre no es «una pasión inútil», porque la libertad es una de las caras del Destino. Sin acción humana no habría fatalidad ni armonía ni salud cósmica, y el mundo se vendría abajo. La tragedia es una imagen del cosmos y del hombre. En ella cada elemento vive en función de su contrario. Y hay un momento en que los contrarios se funden, no para producir una ilusoria síntesis, sino en un acto trágico, en un nudo que nada desata excepto la catástrofe. Todos los actos trágicos, todos los conflictos, pueden reducirse a esto: la libertad es una condición de la necesidad. En esto reside la originalidad de la Tragedia y a esto podría reducirse la revelación que nos entrega. Para el griego la vida no es sueño, ni pesadilla, ni sombra, sino gesta, acto en el que la libertad y el Destino forman un nudo indisoluble. Ese nudo es el hombre. En él se atan las leyes humanas, las divinas y las no escritas que rigen a entre ambas. El hombre es el fiel de la balanza, la piedra angular del orden cósmico y su libertad impide el regreso del caos original. (Recordemos el verso de Hólderlin, el único entre los modernos que, hasta Nietzsche, ha sabido recoger la herencia griega: el hombre es el guardián de la creación y su misión consiste en impedir la vuelta del caos.) Sobre la libertad humana se apoya el Destino, forma visible del ritmo universal, manifestación de una Justicia que no es premio y castigo, bien y mal, sino acorde cósmico. Y el hombre, el mortal, la criatura que envejece y se enferma, sujeto a los desvaríos de la pasión y a la mudanza de las opiniones, es el único ser libre, precisamente por ser el sujeto elegido por el Destino. Esa elección exige su aceptación. Y por eso sus crímenes hacen temblar al universo y sus acciones restablecen el curso de la vida. Por él anda el mundo.

Nuestro teatro también se alimenta de una tradición épica y de este hecho arrancan su vitalidad y originalidad. Esta tradición es doble: por una parte, el tesoro de romances y leyendas medievales; por la otra, lo que llamaríamos la épica cristiana: las vidas de los santos y los mártires. Pero esta materia heroica no podía ser libremente recreada y puesta a prueba por los poetas dramáticos. La monarquía por derecho divino y el dogma católico no son comparables al culto a la polis y a la religión olímpica. Aunque Menéndez y Pelayo señala que durante esos siglos España era un «pueblo de teólogos» y una «democracia frailuna», los límites que el Estado y la Iglesia imponían al pensamiento creador eran bastante estrechos. Cuando Lope recoge un tema de siglos anteriores, como el de Fuenteovejuna y resuelve el conflicto de acuerdo con las ideas de su época y exalta al monarca como árbitro supremo en la disputa de villaríos y señores feudales. La obra no toca al orden establecido, sino más bien tiende a fortalecerlo. Lo mismo ocurre en Peribáñez y el comendador de Ocaña, El mejor alcalde, el rey. El alcalde de Zalamea y otros dramas. De todos modos vale la pena señalar que en todos ellos resplandece el célebre «Del rey abajo, ninguno», frase en la que puede condensarse la concepción política de la España medieval. Y aun el culto al monarca continúa la tradición del Cid: «Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!». El mejor ejemplo de esta actitud es La estrella de Sevilla, hermoso fresco en el que don Busto Talavera prolonga la figura del hidalgo tal como lo había imaginado la poesía épica. Todo hombre está atado por una doble fidelidad: a su señor y a su honra. Cuando esta pareja de fidelidades se vuelve incompatible, brota el drama. Así, nuestro teatro es rico en conflictos violentos y sus héroes se revuelven con fiereza dentro de los inexorables límites del honor y la fidelidad al monarca. El choque de caracteres, el arrebato de las pasiones y el estrago que causa en las almas la tiranía de las normas inflexibles de la honra, producen situaciones extremas en las que el hombre parece tocar sus últimas posibilidades. Sin embargo, en todas esas obras echamos de menos la valentía de las preguntas sobre el destino y el misterio de la condición humana que se hacen los héroes griegos. A diferencia de griegos e ingleses, los poetas dramáticos españoles poseen un repertorio de respuestas hechas, aplicables a todas las situaciones humanas. Hay ciertas preguntas —aquellas, precisamente, que se refieren al hombre y a su puesto en el cosmos— que nuestros poetas no se hacían o para las que tenían ya listas las contestaciones que da la teología católica.

Lo mismo debe decirse de la comedia: es de enredo o es crítica de costumbres, nunca comedia política como en Aristófanes o sátira social como en Ben Jonson. La verdadera comedia española es una suerte de ballet poético, en el que la velocidad de la acción, lo intrincado de las situaciones y el donaire del diálogo hacen del espectáculo una deslumbrante función de juegos de artificio. Pero hay una porción del teatro español —sin duda la más original y, al mismo tiempo, la más universal— que tiene por tema central la libertad del hombre y la gracia de Dios. En obras como La vida es sueño, El mágico prodigioso o El condenado por desconfiado, el teatro español funde una concepción dramática nacional con la defensa e ilustración de la doctrina católica del libre albedrío. Y aquí debe decirse que nuestro teatro es el único en Occidente que merece realmente el adjetivo de filosófico, al menos hasta Goethe. Frente a Calderón, el pensamiento de Racine o el de Shakespeare es mero balbuceo. Mas lo sorprendente no es la riqueza del pensamiento filosófico de Calderón o Mira de Amescua —pues entonces sólo serían apreciados como filósofos— sino que lograsen trasmutar todos esos conceptos en imágenes poéticas y en acción dramática. No menos asombrosa era la pasión con que los espectadores seguían aquellas largas tiradas barrocas sobre la libertad, la gracia y el pecado. Como en Atenas, en los corrales españoles se creaba esa comunidad entre poetas y público sin la cual no es posible la existencia de un gran teatro. Aquel público no estaba muy versado en «la exacta comprensión de las leyes naturales y en las ciencias basadas en el cálculo» —dice Menéndez y Pelayo—, pero en cambio «nutría su entendimiento y apacentaba su fantasía en la teología dogmática y en la filosofía, que no eran patrimonio de gente curtida en las aulas sino alimento cotidiano del vulgo...». Para el espectador moderno el lenguaje de Calderón o Tirso de Molina resulta ininteligible. Y no sólo porque nuestro español es pobrísimo: la escasez de palabras es hija de la penuria intelectual. El lugar que ocupaban aquellas ideas sobre la gracia y el libre albedrío, la predestinación, el amor y la fe lo ocupan ahora vagas nociones de orden periodístico, extraídas de los manuales de divulgación científica.

El tema central de nuestra poesía dramática es el destino del alma; en esto radica su grandeza y lo que la hace comparable a la tragedia griega. Sólo que para Esquilo o Eurípides se trata de un problema que no tenía más respuesta que aquella que el poeta lograse darle, mientras que nuestros dramaturgos se sirven de un dogma que no admite enmienda. Aplican recetas, adoctrinan, discuten, prueban y ganan con brillo sus tesis. Su arte merecería el calificativo de «teatro de propaganda», si no fuera porque sus autores nunca confundieron la convicción intelectual con el bajo proselitismo de nuestra época. Ninguno de ellos rebajó sus concepciones hasta transformarlas en fórmulas mágicas, ni tampoco las simplificó para «ponerlas al alcance de las masas». Lope, que no se avergonzaba de escribir para el vulgo, habría enrojecido el escuchar a los poetas que ahora hablan para el pueblo. La propaganda comercial todavía no era el modelo retórico predilecto de políticos y escritores al «servicio de la humanidad». Nuestros poetas se dirigían a sus semejantes, esto es, a seres dotados de razón y dueños de albedrío. Su mismo catolicismo les impedía considerarlos como instrumentos o cosas. En cambio, el principio que rige la propaganda —y que sus beneficiarios han tomado de los métodos comerciales de la burguesía— hace caso omiso de razón y libertad: el hombre es un complejo de reacciones que hay que estimular o neutralizar, según las circunstancias.

Para nuestros grandes autores la libertad es una gracia de Dios. Postulan así un misterio terrible y no sin analogías con el conflicto de la tragedia griega. Ellos también se mueven entre dos términos incompatibles: ¿si existe una Providencia, cómo puede ser libre el hombre?; y, por otra parte, ¿cuál puede ser el sentido de la libertad humana, si no está referida a Dios? La libertad es lo que distingue al hombre de los brutos, de modo que su esencia es el libre albedrío; pues bien, si el acto libre lleva al hombre a realizar su esencia, ¿cómo ese acto podrá ser contrario a Dios, en quien esencia y existencia, acto y potencia, se resuelven en unidad? La respuesta, como entre los griegos, es paradójica. Cuando Segismundo obedece a su voz interior, se convierte en prisionero de las estrellas, es decir, de su naturaleza selvática. Afirmar su naturaleza implica así no ser más, sino ser menos y, literalmente, perder el ser, perderse. Pero apenas se niega a sí mismo y pone freno a su ser, se salva. La verdadera libertad se ejerce sometiéndonos a Dios. Esta negación es también una afirmación y se parece al «Sí» con que Edipo y Antígona contestan al Destino. Hay, sin embargo, una diferencia capital: la libertad de los héroes españoles consiste en decirle «No» a la naturaleza humana; la afirmación del Destino, en cambio, es también una afirmación del ser trágico del hombre. Aunque el misterio de la libertad como dádiva de Dios es tan impenetrable como el del Destino que sólo se cumple en la libertad del héroe, sus consecuencias son distintas. En el «Sí» del griego, el hombre se sobrepasa, estira la cuerda del arco de su voluntad hasta su límite extremo y así participa en el concierto cósmico. Nuestro teatro proclama la nadería del hombre; el griego, su condición heroica. La libertad de Segismundo no es la justicia cósmica cumpliéndose como acto de conciencia sino la Providencia reflejándose a sí misma. El hombre no es un nudo de fuerzas contrarias sino un escenario ocupado por dos actores: Dios y el Diablo. Libertad vencedora de los astros, como dicen los hermosos versos de Calderón, mas también libertad que consiste en negar a aquel que la ejercita. El héroe, en el sentido griego, desaparece. No hay tragedia sino auto sacramental o drama sacro. La doctrina del libre albedrío y la de la predestinación son un laberinto teológico a cuya salida nos esperan la nada o el ser. Esto lo sintieron, con alma y cuerpo, nuestros autores y su público. En ningún teatro —salvo en el griego y en el No japonés— hay relámpagos metafísicos tan vivos. La brevedad de su esplendor no nos impide vislumbrar lo que llaman los abismos del ser. El tema central del teatro teológico español es, como en el griego, el sacrilegio. Pero, no sin razón, la crítica ha señalado que nuestros autores no sobresalen en la creación de caracteres. Todo teatro de ideas ofrece la misma debilidad; y quizá el genio de los poetas españoles consiste, precisamente, en que hayan logrado crear con temas tan abstractos caracteres humanos y no meros fantoches. Caracteres, tipos, seres de sangre y fuego cuyo arrebatado transcurrir por la escena corre siempre parejas con el viento y la centella, pero no héroes en el sentido de Edipo y Prometeo, Orestes y Antígona. Dios ha deshabitado al hombre. La vida es un sueño y los hombres los fantasmas de ese sueño. Lisarda, la protagonista central de El esclavo del demonio, es uno de esos temperamentos femeninos que abundan en el teatro isabelino y que Sade redescubriría y llevaría hasta extremos atroces, pero que son excepcionales dentro de nuestra tradición dramática. Poseída por su genio temible y hermoso como una catástrofe en la que el fuego fuese el actor principal, concibe el proyecto de matar a su padre y a su hermana. Una vez frente a sus víctimas, la gracia —esa gracia enigmática que en vano buscan otros— desciende y detiene el brazo homicida. Si se compara este episodio con la actitud de los hermanos incestuosos en Tis a Pitty She's a Whore, puede medirse todo lo que separa al teatro español del inglés. Mira de Amescua se sirve de Lisarda para probar su tesis, y las pasiones de su heroína tienen una resonancia teológica. Los protagonistas de John Ford son una realidad que irrumpe, y la matanza con que termina su drama es algo así como el final estallido de un volcán. A la inversa de Mira de Amescua, el poeta inglés concibe la pasión como algo sagrado. Nada más revelador de esta consagración de la naturaleza como una fuerza divina que las palabras de Giovanni ante los consejos de su confesor y padre espiritual:

Shall a peevish sound, A customary form, from man to man, Of brother and of sister, be a bar 'Twixt my perpetual kappiness and me? Say that we had one father; say one womb—Curse to my joys— gave both us le and birth; Are We not therefore each to other bound So much the more by nature? by the links Of Blood, of reason? nay, if you will have’t, Even of religion, to be ever one, One soul, one flesh, one love, one heart, one all?

El lugar que ocupan Dios y el libre albedrío en el teatro español, la libertad y el Destino en el griego, lo tiene en el inglés la naturaleza humana. Mas el carácter sagrado de la naturaleza no proviene de Dios ni de la legalidad cósmica, sino de ser una fuerza que se ha rebelado contra esos antiguos poderes. Tamerlán, Macbeth, Fausto y el mismo Hamlet pertenecen a una raza blasfema, que no tiene más ley que sus pasiones y deseos. Y esa ley es terrible porque es la de una naturaleza que ha abandonado a Dios y se ha consagrado y ungido a sí misma. Los isabelinos acaban de descubrir al hombre. La marea de sus pasiones arroja a Dios de la escena. A semejanza del Destino de los antiguos y del Dios de los españoles, la naturaleza es una divinidad ambigua: “O, nature! What hadst thou to do in hell When thou didst bower the spirit of a fiend In mortal paradise of such sweet flesh?”

La queja de la joven Julieta la pueden repetir la duquesa de Malfi y el viejo Lear, pero no Antígona ni Agamenón. La ambigüedad del hombre y su naturaleza es de orden distinto a la de las divinidades antiguas. A Segismundo y a Edipo no los engañan hombre o mujer alguno, sino los dioses. De ahí que su queja posea una resonancia sobrehumana. Los héroes de Shakespeare y Webster están solos, en el sentido más radical de la palabra, porque sus gritos se pierden en el vacío: Dios y el Destino han deshabitado sus cielos. Con la desaparición de los dioses el cosmos pierde coherencia e irrumpe el azar. La necesidad griega y la gracia divina de los españoles son misterios impenetrables pero dueños de una lógica secreta. Apenas el acontecer humano pierde sus antiguas referencias sagradas, se convierte en una sucesión de hechos sin sentido y que también pierden conexión entre sí. El hombre se vuelve juguete del azar. Es verdad que Romeo y Julieta son víctimas del odio de sus familias y el drama podría explicarse como una consecuencia de las rivalidades de casta. Pero también es cierto que habrían podido salvarse de no intervenir una serie de circunstancias que ningún poder, excepto la casualidad, ha congregado. En el mundo de Shakespeare, el azar reemplaza a la necesidad. Al mismo tiempo, inocencia y culpa se convierten en palabras sin valor. El equilibrio dialéctico se rompe, la tensión trágica se afloja. A pesar de sus pasiones devastadoras y de sus gritos que hacen temblar la tierra, los personajes del teatro isabelino no son héroes. Hay algo pueril en todos ellos. Pueril y bárbaro. Violentos o dulces, cándidos o pérfidos, valerosos o cobardes, son un montón de huesos, sangre y nervios destinados a aplacar por un instante el apetito de una naturaleza endiosada. Saciado, el tigre se retira de la escena y deja el teatro cubierto de restos sangrientos: los hombres. ¿Y qué significación tienen todos esos despojos? La vida es un cuento contado por un idiota.

Desgarrada entre dos leyes, Antígona escoge la piedad: peca contra la ley de la ciudad para restablecer el equilibrio de la balanza divina. Orestes no retrocede ante el matricidio para cumplir con la justicia y echar a andar de nuevo al mundo, paralizado por el crimen de Clitemnestra. La armonía universal se cumple en la libertad del hombre. La libertad es el fundamento del ser. Si el hombre renuncia a la libertad, irrumpe el caos y el ser se pierde. En el mundo de Shakespeare asistimos al regreso del caos. Desaparecen los límites entre las cosas y los seres, el crimen puede ser virtud, y la inocencia, culpa. La pérdida de la legalidad hace vacilar al mundo. La realidad es un sueño, una pesadilla. Andamos otra vez entre fantasmas.

El teatro español se alimenta de la tradición épica española y de la teología. El inglés también se apoya en una crónica nacional y cerca de la tercera parte de la obra de Shakespeare está compuesta por los dramas históricos. Además, como señala Pound, para Shakespeare y sus contemporáneos la unidad de Europa todavía era una realidad y de ahí que, libremente, como quien dispone de un bien común, se inspiren en temas y obras italianas, danesas o españolas(46). La visión del mundo de los poetas isabelinos revela de modo aún más profundo la relación de filialidad entre el pensamiento europeo renacentista y el teatro inglés. La substancia del pensamiento de Marlowe, Shakespeare, Ford, Webster o Jonson es una libre interpretación de Montaigne y Maquiavelo. El individualismo de un Macbeth o de un Fausto son el reflejo de las condiciones de esos tiempos, pero entre esas condiciones se encuentra, precisamente, el pensamiento de la época. «Apenas es necesario subrayar —dice Eliot— con qué facilidad, en una época como aquélla, la actitud senequista de orgullo, la cínica de Maquiavelo y la escéptica de Montaigne pudieron fundirse en el individualismo isabelino.» Lo que fue para los trágicos griegos la teología de Homero y la filosofía, para los españoles la neoescolástica, fue para los isabelinos el pensamiento de Montaigne. Europa da a los poetas ingleses una filosofía, concebida no tanto como un conjunto de doctrinas cuanto como una manera de entender el mundo y el hombre. Esa filosofía no era dogmática sino fluida y admitía variaciones, enmiendas y soluciones inéditas, circunstancia que no deja de tener semejanza con la actitud de los griegos ante el mito. El teatro francés no transforma una materia épica nacional, ni se vuelve sobre una teología o una filosofía para ponerla a prueba en la acción dramática. No examina los fundamentos en que se apoya la sociedad francesa, ni se remonta a sus orígenes épicos ni es una defensa o una crítica de los principios que alimentan a Francia. Es verdad que la actitud de Corneille y Moliere, frente a las obras y los temas españoles e italianos, no fue distinta de la de los isabelinos, pero el modelo grecolatino termina por sustituir a la más libre e inmediata tradición europea. La imagen de la unidad europea es reemplazada por la figura abstracta de una Grecia ideal. Así pues, se trata de un clasicismo externo: el teatro francés no reproduce la evolución de la tragedia griega —recreación de un héroe épico y libre meditación sobre una teología nacional— sino que la escoge como un modelo estético. Las leyes que rigen las tragedias de Racine son primordialmente leyes estéticas: el teatro es un espacio ideal en donde se mueven, conforme a un ritmo determinado, los personajes. La humanidad que nos entrega es muy singular: nada más humano que sus personajes, ni, asimismo, nada menos humano. El hombre de Racine ha sufrido una suerte de operación quirúrgica, que si lo ha hecho más puro y abstracto —de modo que todos podemos reconocernos en él— también le ha cercenado esa dimensión misteriosa que lo hace escapar de su propia humanidad y lo pone en relación con los mundos inferiores y superiores. El teatro de Racine —y en esto se acerca al isabelino— es un teatro de caracteres y situaciones. La situación —o sea: la complicada malla de circunstancias y relaciones dentro de las que se mueven los protagonistas— substituye a Dios y a la necesidad. El carácter, la reacción individual frente a una situación dada, ocupa el lugar de la libertad. En este sentido Shakespeare y Racine son absolutamente modernos. Pero el universo de Shakespeare es el de las pasiones en rebelión. Y esa misma rebelión le otorga un carácter luciferino, es decir, sagrado. En el teatro de Racine las pasiones son terribles, mas nunca tienen un tono sobrehumano. Sus personajes se mueven en una atmósfera pura y vacía, de la que no sólo ha desaparecido toda idea de cosmos y divinidad, sino incluso cualquier particularidad concreta. Las referencias a este mundo o al otro han sido suprimidas. Los hombres son víctimas de sus pasiones, pero nada se nos dice sobre el origen último de esas pasiones. Los héroes de Racine viven suspendidos en un espacio abstracto, que no roza el mundo animal ni el sobrenatural. Su psicología es absolutamente humana y de ahí arranca precisamente su inhumanidad: el hombre siempre es, además de hombre, otra cosa: ángel, demonio, bestia, dios, fatalidad, historia —algo impuro, ajeno, «otro». Las situaciones de Racine son ideales, en el sentido en que es ideal, gratuito, estético, un juego de ajedrez. Producto del entrecruzamiento de circunstancias y caracteres, la fatalidad posee una tonalidad estética; es un juego del que se han excluido de antemano la ambigüedad divina y el capricho del azar. El caos ha sido expulsado de nuevo, sólo que no para entronizar al destino, sino en beneficio de una geometría de las pasiones. Racine nos ofrece una imagen transparente del hombre, pero esa misma transparencia disuelve la zona ambigua, oscura, verdadera boca de sombras por la que entrevemos ese más allá que es todo hombre.

Los románticos intentaron reanudar la tradición española e inglesa. Su empresa estaba destinada al fracaso; Hegel decía que el teatro romántico no lo podían escribir los alemanes, porque ya lo habían escrito Shakespeare y los españoles. El gran mito fáustico de Goethe es una suerte de inmenso monólogo del espíritu occidental reflejándose interminablemente en sus propias creaciones: todo es espejo. El poeta alemán luchó toda su vida contra ese subjetivismo, y su culto a «las madres» —eco de los misterios antiguos— es una tentativa por recobrar la divinidad de la totalidad natural. Los poetas dramáticos que lo suceden extreman el subjetivismo. Los personajes de Kleist viven en un mundo en el que la realidad se ha vuelto atroz, porque el sueño y la subjetividad no pueden penetrar en ella: son prisioneros cuya única puerta de salida es la muerte; Grabbe corroe los fundamentos hasta entonces sagrados de la sociedad y crea héroes que conspiran contra la salud del mundo. Ni Shakespeare, ni Racine ni Calderón pusieron en entredicho al mundo; los románticos lo condenan y su teatro es un acta de acusación. La relación del poeta con la historia varía radicalmente.

Es verdad que no todo el teatro moderno condena el mundo en nombre de la subjetividad. Lo mismo debe decirse de la novela. Pero cuando no lo condenan, lo niegan y disuelven en un juego de espejos. Del mismo modo que la poesía lírica se vuelve poesía de la poesía en Hólderlin, el teatro se desdobla y se transforma en una vertiginosa representación de sí mismo. Aunque esos juegos de reflejos culminan en Strindberg, Synge y Pirandello, se inician en el Renacimiento: Cervantes hace novela de la novela, Shakespeare crítica del teatro en el teatro, Velázquez se pinta pintando. El artista se inclina sobre su obra y no ve en ella sino su propio rostro que, atónito, lo contempla. Los héroes modernos son tan ambiguos como la realidad que los sustenta. Este movimiento culmina en Pirandello, tal vez el poeta dramático que ha llevado más lejos la revelación de la irrealidad del hombre. Para los antiguos el mundo reposaba sobre sólidos pilares; nadie ponía en duda las apariencias porque nadie dudaba de la realidad. En la edad moderna aparece el humor, que disocia las apariencias y vuelve real lo irreal, irreal lo real. El arte «realista» por excelencia, la novela, pone en entredicho la realidad de la llamada realidad. La poesía del pasado consagra a los héroes, llámense éstos Prometeo o Segismundo, Andrómaca o Romeo. La novela moderna los examina y los niega, hasta cuando se apiada de ellos.

Notas 

40 Dejo intencionalmente de lado la religión minoica, con su gran Diosa y sus cultos agrarios y subterráneos.
41 Raftaele Pettazzoni, La Religión dans la Gréce antigüe, París, 1953.
42 Werner Jaeger, Paideia, México, Fondo de Cultura Económica, f cd., 1962. Esta afirmación de Jaeger es discutible. La legalidad cósmica aparece en la poesía védica, entre los chinos, los antiguos mexicanos, etc. Lo que no aparece en esas civilizaciones es el conflicto trágico.
43 Werner Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, México, Fondo de Cultura Económica, 1952.
44 R. Pettazzoni, La Religión dans U Gréce antique, París, 1953.
45 W. Jaeger, Paideia
46 La literatura europea es un todo, y las diversas literaturas nacionales que la componen sólo son comprensibles plenamente dentro de ese todo. Sobre la concepción de la poesía occidental como una «unidad de sentido», véase la obra de Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1955.