Batalla de las Termópilas - Preparativos y estrategias






La Última Defensa de Leónidas y los 300 en las Termópilas

En el año 480 a.C., el poderoso Imperio Persa de Jerjes I invadió Grecia con un ejército colosal, que según las fuentes antiguas, sumaba cientos de miles de soldados. Frente a esta amenaza, varias polis griegas formaron una alianza para resistir la invasión. Uno de los primeros y más icónicos enfrentamientos tuvo lugar en el angosto paso de las Termópilas.

El rey espartano Leónidas I lideró un pequeño contingente de 300 espartanos, acompañados por algunos miles de aliados griegos, con la misión de retrasar el avance persa y dar tiempo a la resistencia helénica. El estrecho desfiladero de las Termópilas era el lugar ideal para compensar la abrumadora superioridad numérica persa.

Durante dos días, los espartanos y sus aliados repelieron los ataques persas con una disciplina y habilidad inquebrantables. Las tácticas hoplíticas y la resistencia de los guerreros griegos causaron un número desproporcionado de bajas entre los invasores. Pero la suerte cambió cuando un traidor griego, Efialtes, reveló a los persas un sendero secreto que les permitía rodear a los defensores.

Al enterarse de la traición, Leónidas ordenó la retirada de la mayoría de sus aliados, pero decidió quedarse con sus 300 espartanos y algunos cientos de tebanos y tespios, quienes eligieron luchar hasta la muerte. En la batalla final, los espartanos lucharon con una fiereza legendaria hasta que fueron completamente superados. Leónidas cayó en combate, y los últimos defensores fueron aniquilados.

Aunque los persas ganaron la batalla, la heroica resistencia de los 300 se convirtió en un símbolo eterno de valentía y sacrificio. Su lucha permitió a las polis griegas reorganizarse y, meses después, lograron una victoria decisiva en la Batalla de Platea, poniendo fin a la invasión persa.

La historia de Leónidas y sus guerreros ha perdurado en la memoria como un ejemplo de honor, disciplina y la lucha por la libertad frente a la tiranía.

La historia de Leónidas y sus 300 es el testimonio supremo del espíritu indomable griego, una epopeya de sacrificio que sigue inspirando a generaciones. La inmortalidad de los héroes no reside en su victoria, sino en su resistencia inquebrantable frente a lo imposible.


Fuente: Open AI, Chat GPT


Batalla de las Termópilas - Preparativos y estrategias. Historias de Heródoto. Trad. Bartolomeu Pou. Libro VII. Capítulos 211-220


CCXI. Como los medos se retirasen del choque, después de muy mal parados en él, y fuesen a relevarles los persas entrando en la acción, hizo venir el rey a los Inmortales, cuyo general era Hidarnes, muy confiado en que éstos se llevarían de calle a los griegos sin dificultad alguna. Entran, pues, los Inmortales a medir sus fuerzas con los griegos, y no con mejor fortuna que la tropa de los medos, antes con la misma pérdida que ellos, porque se veían precisados a pelear en un paso angosto, y con unas lanzas más cortas que las que usaban los griegos, no sirviéndoles de nada su misma muchedumbre. Hacían allí los lacedemonios prodigios de valor, mostrándose en todo guerreros peritos y veteranos en medio de unos enemigos mal disciplinados y bisoños, y muy particularmente cuando al volver las espaldas lo hacían bien formados y con mucha ligereza. Al verlos huir los bárbaros en sus retiradas, daban tras ellos con mucho alboroto y gritería; pero al irles ya a los alcances, volvíanse los griegos de repente y haciéndoles frente bien ordenados, es increíble cuánto enemigo persa derribaban, si bien en aquellos encuentros no dejaban de caer algunos pocos espartanos. Viendo los persas que no podían apoderarse de aquel paso, por más que lo intentaron con sus brigadas divididas, y con sus fuerzas juntas, desistieron al cabo de la empresa.

CCXII. Dícese que el rey, que estuvo mirando todas aquellas embestidas del combate, por tres veces distintas saltó del trono con mucha precipitación receloso de perder allí su ejército. Tal fue por entonces el tenor de la contienda: el día después nada mejor les salió a los bárbaros el combate, al cual volvieron muy confiados de que, siendo tan pocos los enemigos, estarían tan llenos de heridas que ni fuerza tendrían para tomar las armas ni levantar los brazos. Pero los griegos, ordenados en diferentes cuerpos y repartidos por naciones, iban entrando por orden en la refriega, faltando sólo los focenses, que habían sido destacados en la montaña para guardar una senda que allí había. Así que, viendo los persas que tan mal les iba el segundo día como les había ido el primero, se fueron otra vez retirando.

CCXIII. Hallábase el rey confuso no sabiendo qué resolución tomar en aquel negocio, cuando Epialtes, hijo de Euridemo, de patria meliense, pidió audiencia para el rey, esperando salir de ella muy bien premiado y favorecido. Declaróle, en efecto, haber en los montes cierta senda que iba hasta Termópilas, y con esta delación abrió camino a la ruina de los griegos que estaban allí apostados. Este traidor, temiendo después la venganza de los lacedemonios, huyóse a Tesalia, y en aquella ausencia fue proscrito por los pilágoras, habiéndose juntado en Pilea el congreso general de los Anfictiones, y puesta a precio de dinero su cabeza. Pasado tiempo, habiéndose restituido a Anticira, murió a manos de Atenades, natural de Traquina; y si bien es verdad que Atenades le quitó la vida por cierto motivo, como yo en otro lugar explicaré, con todo, no se lo premiaron menos los lacedemonios: Epialtes, en suma, pereció después.

CCXIV. Cuéntase también la cosa de otro modo: dícese que los que dieron aviso al rey y condujeron a los persas por el rodeo de los montes, fueron Onetes, hijo de Fanágoras ciudadano Ristio, y Coridalo, natural de Anticira. Pero de ningún modo doy crédito a esta fábula, por dos razones: la una, porque debemos atenernos al juicio de los Pilágoras, quienes, bien informados sin duda del hecho como diputados públicos de los griegos, no ofrecieron premio con su bando de proscripción por la cabeza de Onetes ni por la de Coridalo, sino solamente por la de Epialtes el Traquinio; la otra, porque sabemos que Epialtes se ausentó, por causa de este delito pudo muy bien Onetes, por más que no fuese meliense, tener noticia de aquella senda excusada, si por mucho tiempo había vivido en el país, no lo niego: solo afirmo que Epialtes fue el guía que les llevó por aquel rodeo del monte, y en el descubrimiento de la senda le cargo toda la culpa.

CCXV. Alegre Jerjes sobremanera, luego que tuvo por bien seguir el aviso y proyecto que Epialtes le proponía, despachó al punto para que lo pusiese por obra a Hidarnes con el cuerpo de tropas que mandaba. Salió del campo Hidarnes entre dos luces antes de cerrar la noche. Por lo que mira a dicha senda, los naturales de Mélida habían sido los primeros que la hallaron, y hallada, guiaron por ella a los primeros tesalos contra los focenses, en el tiempo que éstos, cabalmente por haber cerrado la entrada con aquel muro, se miraban ya puestos a cubierto de aquella guerra. Y desde que fue descubierta, habiendo pasado largo tiempo, nunca había ocurrido a los melienses hacer uso ninguno de aquella senda.

CCXVI. La dirección de ella comienza desde el río Asopo, que pasa por la quebrada de un monte, el cual lleva el mismo nombre que la senda, el de Anopea. Va siguiendo, la Anopea por la espalda a la montaña y termina cerca de Alpeno, que es la primera de las ciudades de Lócride, por el lado de los melienses, cerca de la piedra que llaman del Melámpigo, y cerca asimismo de los asientos de los Cercopes, donde se halla el paso más estrecho.

CCXVII. Habiendo, pues, los persas pasado el Asopo, iban marchando por la mencionada senda tal cual la describimos, teniendo a la derecha los montes de los eteos, y a la siniestra los de los traquinios. Al rayar del alba se hallaron en la cumbre del monte, lugar en que estaba apostado un destacamento de mil infantes focenses, como tengo antes declarado, con el objeto de defender su tierra y de impedir el paso de la senda, pues la entrada por la parte inferior estaba confiada a la custodia de los que llevo dicho; pero la senda del monte la guardaban los focenses, que de su voluntad se habían ofrecido a Leonidas para su defensa.

CCXVIII. Al tiempo de subir los persas a la cima del monte no fueron vistos, por estar todo cubierto de encinas, pero no por eso dejaron de ser sentidos de los focenses por el medio siguiente. Era serena la noche y mucho el estrépito que por necesidad hacían los persas, pisando tanta hojarasca como allí estaba tendida. Con este indicio vanse corriendo los focenses a tomar las armas, y no bien acaban de acomodárselas, cuando se presentan ya los bárbaros a sus ojos. Al ver estos allí tanta gente armada, quedan suspensos de pasmo y admiración, como hombres que, sin el menor recelo de dar con ningún enemigo, se encuentran con un ejército formado, temiendo mucho Hidarnes no fuesen los focenses un cuerpo de lacedemonios, preguntó a Epialtes de qué nación era aquella tropa, y averiguada bien la cosa, formó sus persas en orden de batalla. Los focenses, viéndose herir con una espesa lluvia de saetas, retiráronse huyendo al picacho más alto del monte, creídos de que el enemigo venía solo contra ellos sin otro destino, y con este pensamiento se disponían a morir peleando. Pero los persas conducidos por Epialtes, a las órdenes de Hidarnes, sin cuidarse más de los focenses, fueron bajando del monte con suma presteza.

CCXIX. El primer aviso que tuvieron los griegos que se hallaban en Termópilas, fue el que les dio el adivino Megistias, quien, observando las víctimas sacrificadas, les dijo que al asomar la aurora les esperaba la muerte. Llegáronles después unos desertores, que les dieron cuenta del giro que hacían los persas, aviso que tuvieron aun durante la noche. En tercer lugar, cuando iba ya apuntando el día, corrieron hacia ellos con la misma nueva sus centinelas diurnas, bajando de las atalayas. Entrando entonces los griegos en consejo sobre el caso, dividiéronse en varios pareceres: los unos juzgaban no convenía dejar el puesto, y los otros porfiaban en que se dejase; de donde resultó que, discordes entre sí, retiráronse, los unos y separados se volvieron a sus respectivas ciudades, y los otros se dispusieron para quedarse a pié firme en compañía de Leonidas.

CCXX. Corre, no obstante, por muy válido, que quien les hizo marchar de allí fue Leonidas mismo, deseoso de impedir la pérdida común de todos; añadiendo que ni él ni sus espartanos allí presentes podían sin faltar a su honor dejar el puesto para cuya defensa y guarda habían una vez venido. Esta es la opinión a que mucho más me inclino, que como viese Leonidas que no se quedaban los aliados de muy buena gana, ni querían en compañía suya acometer aquel peligro, él mismo les aconsejaría que partiesen de allí, diciendo que su honor no le permitía la retirada, y haciendo la cuenta de que con quedarse en su puesto moriría cubierto de una gloria inmortal, y que nunca se borraría la feliz memoria y dicha de Esparta; y así lo pienso por lo que voy a notar. Consultando los espartanos el oráculo sobre aquella guerra en el momento que la vieron emprendida por el persa, respondióles la Pitia, que una de dos cosas debía suceder: o que fuese la Lacedemonia arruinada por los bárbaros, o que pereciese el rey de los lacedemonios; cuyo oráculo les fue dado en versos hexámetros con el sentido siguiente: —«Sabed, vosotros, colonos de la opulenta Esparta, que o bien la patria ciudad grande, colmada de gloria, será presa de manos persas, o bien si dejare de serlo verá no sin llanto la muerte de su rey el país lacedemonio. Ínclita prole de Hércules, no sufrirá este rey de toros ni de leones el ímpetu duro, sino ímpetu todo del mismo Jove: ni creo que alce Júpiter la mano fatal, hasta que lleve a su término una de dos ruinas.» Contando Leonidas, repito, con este oráculo, y queriendo que recayese la gloria toda sobre los espartanos únicamente, creo más bien que licenciaría a los aliados, que no que le desamparasen tan feamente por ser de contrario parecer los que de él se separaron.


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