Descenso a los infiernos. LA ODISEA
CANTO XI
Odisea
Trad. Luis Segalá y Estalella
Descenso a los infiernos
1 En llegando a la nave y al divino mar, echamos al agua la negra embarcación, izamos el mástil y descogimos el velamen; cargamos luego las reses, y por fin nos embarcamos nosotros, muy tristes y vertiendo copiosas lágrimas. Por detrás de la nave de azulada proa soplaba favorable viento, que henchía las velas; buen compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados cada uno de los aparejos en su sitio, nos sentamos en la nave. A esta conducíala el viento y el piloto, y durante el día fue andando a velas desplegadas, hasta que se puso el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos.
13 Entonces arribamos a los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad de los Cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales. A este paraje fue nuestro bajel que sacamos a la playa; y nosotros, asiendo las ovejas, anduvimos a lo largo de la corriente del Océano hasta llegar al sitio indicado por Circe.
23 Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua; y lo despolvoreé todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Ítaca, les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra sangre y al instante se congregaron saliendo del Érebo, las almas de los fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.
51 La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa; pues dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros trabajos. Al verlo lloré, le compadecí en mi corazón y, hablándole, le dije estas aladas palabras:
57 —¡Oh, Elpénor! ¿Cómo viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has llegado a pie, antes que yo en la negra nave.
59 Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió con estas palabras:
60 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y mi alma descendió a la mansión de Hades. Ahora te suplico en nombre de los que se quedaron en tu casa y no están presentes —de tu esposa, de tu padre, que te crió cuando eras niño, y de Telémaco el único vástago que dejaste en el palacio—: sé que, partiendo de acá de la morada de Hades, detendrás la bien construida nave en la isla Eea: pues yo te ruego, oh rey, que al llegar te acuerdes de mí. No te vayas, dejando mi cuerpo sin llorarle ni enterrarle a fin de que no excite contra ti la cólera de los dioses; por el contrario, quema mi cadáver con las armas de que me servía y erígeme un túmulo en la ribera del espumoso mar para que de este hombre desgraciado tengan noticia los venideros. Hazlo así y clava en el túmulo aquel remo con que, estando vivo, bogaba yo con mis compañeros.
79 Tales fueron sus palabras; y le respondí diciendo:
—Todo te lo haré, oh infeliz, todo te lo llevaré a cumplimiento.
81 De tal suerte, sentados ambos, nos decíamos estas tristes razones: yo tenía la espada levantada sobre la sangre; y mi compañero desde la parte opuesta, hablaba largamente.
84 Vino luego el alma de mi difunta madre Anticlea, hija del magnánimo Autólico: a la cual había dejado viva cuando partí para la sagrada Ilión. Lloré al verla, compadeciéndola en mi corazón mas con todo eso, a pesar de sentirme muy afligido, no permití que se acercara a la sangre antes de interrogar a Tiresias.
90 Vino después el alma de Tiresias, el tebano, que empuñaba áureo cetro. Conocióme, y me habló de esta manera:
92 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! ¿Por qué, oh infeliz, has dejado la luz del sol y vienes a ver a los muertos y esta región desapacible? Apártate del hoyo y retira la aguda espada, para que, bebiendo sangre, te revele la verdad de lo que quieras.
97 Así dijo. Me aparté y metí la espada en la vaina guarnecida de argénteos clavos. El eximio vate bebió la negra sangre y hablóme al punto con estas palabras:
100 —Buscas la dulce vuelta, preclaro Odiseo, y un dios te la hará difícil; pues no creo que le pases inadvertido al que sacude la tierra, quien te guarda rencor en su corazón, porque se irritó cuando le cegaste el hijo. Pero aun llegaríais a la patria después de padecer trabajos, si quisieras contener tu ánimo y el de tus compañeros así que ancles la bien construida embarcación en la isla Trinacia, escapando del violáceo ponto, y halléis paciendo las vacas y pingües ovejas de Helios, que todo lo ve y todo lo oye. Si las dejaras indemnes, ocupándote tan sólo en preparar tu vuelta, aun llegaríais a Ítaca, después de soportar muchas fatigas; pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú te libres, llegarás tarde y mal, habiendo perdido todo, los compañeros, en nave ajena, y hallarás en tu palacio otra plaga: unos hombres soberbios, que se comen tus bienes y pretenden a tu divinal consorte, a la cual ofrecen regalos de boda. Tú, en llegando, vengarás sus demasías. Mas, luego que en tu mansión hayas dado muerte a los pretendientes, ya con astucia, ya cara a cara con el agudo bronce, toma un manejable remo y anda hasta que llegues a aquellos hombres que nunca vieron el mar, ni comen manjares sazonados con sal, ni conocen las naves de encarnadas proas, ni tienen noticia de los manejables remos que son como las alas de los buques. Para ello te diré una señal muy manifiesta, que no te pasará inadvertida. Cuando encontrares otro caminante y te dijere que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable remo, haz al soberano Poseidón hermosos sacrificios de un carnero, un toro y un verraco, y vuelve a tu casa, donde sacrificarás sagradas hecatombes a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Te vendrá más adelante y lejos del mar una muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos. Cuanto te digo es cierto.
138 Así se expresó; y yo le respondí:
—¡Tiresias! Esas cosas decretáronlas sin duda los propios dioses. Mas, ea, habla y responde sinceramente. Veo el alma de mi difunta madre, que está silenciosa junto a la sangre, sin que se atreva a mirar frente a frente a su hijo ni a dirigirle la voz. Dime, oh rey, como podrá reconocerme.
145 Así le hablé; y al punto me contestó diciendo:
—Con unas sencillas palabras que pronuncie te lo daré a entender. Aquel de los difuntos a quien permitieres que se acerque a la sangre, te dará noticias ciertas; aquel a quien se lo negares, se volverá enseguida.
150 Diciendo así, el alma del soberano Tiresias se fue a la morada de Hades apenas hubo proferido los oráculos. Mas yo me estuve quedo hasta que vino mi madre y bebió la negruzca sangre. Reconocióme de súbito y díjome entre sollozos estas aladas palabras:
155 —¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta obscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. ¿Vienes acaso de Troya, después de vagar mucho tiempo con la nave y los amigos? ¿Aun no llegaste a Ítaca, ni viste a tu mujer en el palacio?
163 Así dijo; y yo le respondí de esta suerte:
—¡Madre mía! La necesidad me trajo a la morada de Hades, a consultar el alma de Tiresias el tebano; pero aún no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra; pues voy siempre errante y padeciendo desgracias desde el punto que seguí al divino Agamenón hasta Ilión, la de hermosos corceles, para combatir con los troyanos.
170 Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿Cuál hado de la aterradora muerte acabó contigo? ¿Fue una larga enfermedad, o Artemis, que se complace en tirar flechas, la que te mató con sus suaves tiros? Háblame de mi padre y del hijo que dejé, y cuéntame si mi dignidad real la conservan ellos o la tiene algún otro varón, porque se figuran que ya no he de volver. Revélame también la voluntad y el pensamiento de mi legitima esposa: si vive con mi hijo y todo lo guarda y mantiene en pie, o ya se casó con el mejor de los aqueos.
180 Así le hablé; y respondióme enseguida mi veneranda madre:
181 —Aquella continúa en tu palacio con el ánimo afligido y pasa los días y las noches tristemente, llorando sin cesar. Nadie posee aún tu hermosa autoridad real: Telémaco cultiva en paz tus heredades y asiste a decorosos banquetes, como debe hacerlo; el varón que administra justicia, pues todos le convidan. Tu padre se queda en el campo, sin bajar a la ciudad, y no tiene lecho ni cama, ni mantas, ni colchas espléndidas: sino que en el invierno duerme entre los esclavos de la casa, en la ceniza, junto al hogar, llevando miserables vestiduras; y, no bien llega el verano y el fructífero otoño, se le ponen por todas partes, en la fértil viña, humildes lechos de hojas secas donde yace afligido y acrecienta sus penas anhelando tu regreso, además de sufrir las molestias de la senectud a que ha llegado. Así morí yo también, cumpliendo mi destino: ni la que con certera vista se complace en arrojar saetas, me hirió con sus suaves tiros en el palacio, ni me acometió enfermedad alguna de las que se llevan el vigor de los miembros por una odiosa consunción; antes bien la soledad que de ti sentía y la memoria de tus cuidados y de tu ternura, preclaro Odiseo, me privaron de la dulce vida.
204 Así se expresó. Quise entonces efectuar el designio, que tenía formado en mi espíritu, de abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo incitábame a abrazarla; tres veces se me fue volando de entre las manos como sombra o sueño. Entonces sentí en mi corazón un agudo dolor que iba en aumento, y dije a mi madre estas aladas palabras:
210 —¡Madre mía! ¿Por qué huyes cuando a ti me acerco, ansioso de asirte, a fin de que en la misma morada de Hades nos echemos en brazos el uno del otro y nos saciemos de triste llanto? ¿Por ventura envióme esta vana imagen la ilustre Persefonea, para que se acrecienten mis lamentos y suspiros?
215 Así le dije; y al momento me contestó mi veneranda madre:
216 —¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Persefonea, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el alma se va volando, como un sueño. Mas, procura volver lo antes posible a la luz y llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu consorte.
225 Mientras así conversábamos, vinieron —enviadas por la ilustre Persefonea— cuantas mujeres fueron esposas o hijas de eximios varones. Reuniéronse en tropel alrededor de la negra sangre, y yo pensaba de qué modo podría interrogarlas por separado. Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente: desenvainé la espada de larga punta que traía al lado del muslo y no permití que bebieran a un tiempo la denegrida sangre. Entonces se fueron acercando sucesivamente, me declararon su respectivo linaje, y a todas les hice preguntas.
235 La primera que vi fue Tiro, de ilustre nacimiento, la cual manifestó que era hija del insigne Salmoneo y esposa de Creteo Eólida. Habíase enamorado de un río que es el más bello de los que discurren por el orbe, el divinal Enipeo, y frecuentaba los sitios próximos a su hermosa corriente; pero el que ciñe y bate la tierra, tomando la figura de Enipeo, se acostó con ella en la desembocadura del vorticoso río. La ola purpúrea, grande como una montaña, se encorvó alrededor de entrambos, y ocultó al dios y a la mujer mortal. Poseidón desatóle a la doncella el virgineo cinto y le infundió sueño. Mas, tan pronto como hubo logrado sus amorosos deseos, le tomó la mano y le dijo estas palabras:
248 Huélgate, mujer, con este amor. En el transcurso del año parirás hijos ilustres, que nunca son estériles las uniones de los inmortales. Cuídalos y críalos. Ahora vuelve a tu casa y abstente de nombrarme, pues sólo soy para ti Poseidón que sacude la tierra.
253 Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Tiro quedó encinta y parió a Pelias y a Neleo, que habían de ser esforzados servidores del gran Zeus; y vivieron Pelias, rico en ganado, en la extensa Yaolco, y Neleo, en la arenosa Pilos. Además, la reina de las mujeres tuvo de Creteo otros hijos: Esón, Feres y Amitaón, que combatía en carro.
260 Después vi a Antíope, hija de Asopo, que se gloriaba de haber dormido en brazos de Zeus. Parió dos hijos —Anfión y Zeto—, los primeros que fundaron y torrearon a Tebas, la de las siete puertas; pues no hubieran podido habitar aquella vasta ciudad desguarnecida de torres, no obstante ser ellos muy esforzados.
266 Después vi a Alcmena, esposa de Anfitrión, la cual del abrazo del gran Zeus tuvo al fornido Heracles, de corazón de león; y luego parió a Megara, hija del animoso Creonte, a la cual tuvo por mujer el Anfitriónida, de valor siempre indómito.
271 Vi también a la madre de Edipo, la bella Epicasta, que cometió sin querer una gran falta, casándose con su hijo; pues éste, luego de matar a su propio padre la tomó por esposa. No tardaron los dioses en revelar a los hombres lo que había ocurrido; y, con todo, Edipo, si bien tuvo sus contratiempos, siguió reinando sobre los cadmeos en la agradable Tebas, por los perniciosos designios de las deidades; mas ella, abrumada por el dolor, fuese a la morada de Hades, de sólidas puertas, atando un lazo al elevado techo, y dejóle tantos dolores como causan las Erinies de una madre.
281 Vi igualmente a la bellísima Cloris —a quien por su hermosura tomó Neleo por esposa, consignándole una dote inmensa—, hija menor de Anfión Yásida, el que imperaba poderosamente en Orcómeno Minieo; ésta reinó en Pilos y tuvo de Neleo hijos ilustres: Néstor, Cromio y el arrogante Periclímeno. Parió después a la ilustre Pero, encanto de los mortales, que fue pretendida por todos sus vecinos; mas Neleo se empeñó en no darla sino al que le trajese de Fílace las vacas de retorcidos cuernos y espaciosa frente del robusto Ificlo; empresa difícil de llevar al cabo. Tan sólo un eximio vate prometió presentárselas; pero el hado funesto de un dios, juntamente con unas fuertes cadenas y los boyeros del campo, se lo impidieron. Mas, después que pasaron días y meses y transcurrido el año, volvieron a sucederse las estaciones, el robusto Ificlo soltó al adivino, que le había revelado todos los oráculos, y cumplióse entonces la voluntad de Zeus.
298 Vi también a Leda, la esposa de Tindáreo, que le parió dos hijos de ánimo esforzado: Cástor, domador de caballos, y Polideuces, excelente púgil. A éstos los mantiene vivo la alma tierra y son honrados por Zeus debajo de ella; de suerte que viven y mueren alternativamente, pues el día que vive el uno muere el otro y viceversa. Ambos disfrutan de los mismos honores que los númenes.
305 Después vi a Ifimedia, esposa de Aloeo, la cual se preciaba de haber tenido acceso con Poseidón. Había dado a luz dos hijos de corta vida: Oto, igual a un dios, y el celebérrimo Efialtes; que fueron los mayores hombres que criara la fértil tierra y los más gallardos, si se exceptúa al ínclito Orión, pues a los nueve años tenían nueve codos de ancho y nueve brazas de estatura. Oto y Efialtes amenazaron a los inmortales del Olimpo con llevarles el tumulto de la impetuosa guerra. Quisieron poner el Osa sobre el Olimpo, y encima del Osa el frondoso Pelión, para que el cielo les fuese accesible. Y dieran fin a su traza, si hubiesen llegado a la flor de la juventud, pero el hijo de Zeus, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera, exterminólos a entrambos antes que el vello floreciese debajo de sus sienes y su barba se cubriera de suaves pelos.
321 Vi a Fedra, a Procris y a la hermosa Ariadna, hija del artero Minos, que Teseo se llevó de Creta al feraz territorio de la sagrada Atenas; mas no pudo lograrla, porque Artemis la mató en Día, situada en medio de las olas, por la acusación de Dióniso.
326 Vi a Mera, a Clímene y a la odiosa Erifile, que aceptó el preciado oro por traicionar a su marido.
328 Y no pudiera decir ni nombrar todas las mujeres e hijas de héroes que vi después, porque antes llegará a su término la divinal noche. Mas ya es hora de dormir, sea yendo a la velera nave donde están los compañeros, sea permaneciendo aquí. Y cuidarán de acompañarme a mi patria los dioses, y también vosotros.
333 Así se expresó. Enmudecieron los oyentes en el obscuro palacio, y quedaron silenciosos, arrobados por el placer de oírle. Pero Arete, la de los níveos brazos, empezó a hablarles diciendo:
336 —¡Feacios! ¿Qué os parece este hombre por su aspecto, estatura y sereno juicio? Es mi huésped, pero de semejante honra participáis todos. Por tanto, no apresuréis su partida; ni le escatiméis las dádivas, ya que se halla en la necesidad y abundan en vuestros palacios las riquezas, por la voluntad de los dioses.
342 Entonces el anciano héroe Equeo, que era el de más edad de los feacios, hablóles de esta suerte:
344 —¡Amigos! Nada nos ha dicho la sensata reina que no sea a propósito y conveniente. Obedecedla, pues, aunque Alcínoo es quien puede, con sus palabras y obras, dar el ejemplo.
347 Alcínoo le contestó de esta manera:
—Se cumplirá lo que decís en cuanto yo viva y reine sobre los feacios, amantes de manejar los remos. El huésped, siquiera esté deseoso de volver a su patria, resígnese a quedarse aquí hasta mañana a fin de que le prepare todos los regalos. Y de su partida se cuidarán todos los varones y principalmente yo, cuyo es el mando en este pueblo.
354 El ingenioso Odiseo respondióle diciendo:
—¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Si me mandarais quedarme aquí un año entero y durante el mismo dispusierais mi vuelta y me hicierais espléndidos presentes, me quedaría de muy buena gana; pues fuera mejor llegar a la patria con las manos llenas y verme así más honrado y querido de cuantos hombres presenciasen mi regreso a Ítaca.
362 Entonces Alcínoo le contesta, hablándole de esta guisa:
—¡Oh, Odiseo! Al verte no sospechamos que seas un impostor ni un embustero, como otros muchos que cría la obscura tierra; los cuales, dispersos por doquier forjan mentiras que nadie logra descubrir: tú das belleza a las palabras, tienes excelente ingenio e hiciste la narración con tanta habilidad como un aedo, contándonos los deplorables trabajos de todos los argivos y de ti mismo.
370 Mas, ea, habla y dime sinceramente si viste a algunos de los deiformes amigos que te acompañaron a Ilión y allí recibieron la fatal muerte. La noche es muy larga, inmensa, y aún no llegó la hora de recogerse en el palacio. Cuéntame, pues, esas hazañas admirables; que yo me quedaría hasta la divinal aurora, si te decidieras a referirme en esta sala tus desventuras.
377 Respondióle el ingenioso Odiseo:
—¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Hay horas oportunas para largos relatos y horas destinadas al sueño; mas si tienes todavía voluntad de escucharme no me niego a referirte otros hechos aun más miserandos: los infortunios de mis compañeros que, después de haber escapado de la luctuosa guerra de los teucros, murieron al volver a su patria porque así lo quiso una mujer perversa.
385 Después que la casta Persefonea hubo dispersado acá y acullá las almas de las mujeres, presentóse muy angustiada la de Agamenón Atrida; a cuyo alrededor se congregaban las de cuantos en la mansión de Egisto perecieron con el héroe cumpliendo su destino. Reconocióme así que bebió la negra sangre y al punto comenzó a llorar ruidosamente: derramaba copiosas lágrimas y me tendía las manos con el deseo de abrazarme; mas yo no disfrutaba del firme vigor, ni de la fortaleza que antes tenía en los flexibles miembros.
395 Al verlo lloré, y, compadeciéndole en mi corazón, le dije estas aladas palabras:
397 —¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! ¿Cuál hado de la aterradora muerte te quitó la vida? ¿Acaso Poseidón te mató en tus naves, desencadenando el fuerte soplo de terribles vientos o unos hombres enemigos acabaron contigo en la tierra firme, porque te llevabas sus bueyes y sus hermosos rebaños de ovejas o porque combatías por apoderarte de su ciudad y de sus mujeres?
404 Así le dije; y me respondió enseguida:
—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ni Poseidón me mató en las naves, desencadenando el fuerte soplo de terribles vientos, ni hombres enemigos acabaron conmigo en la tierra firme; Egisto fue quien me preparó la muerte y el hado, pues, de acuerdo con mi funesta esposa, me llamó a su casa, me dio de comer y me quitó la vida como se mata a un buey junto a un pesebre. Morí de este modo, padeciendo deplorable muerte; y a mi alrededor fueron asesinados mis compañeros, unos en pos de otros, como en la casa de un hombre rico y poderosísimo son degollados los puercos de albos dientes para una comida de bodas, un festín a escote, o un banquete espléndido. Ya has presenciado la matanza de un tropel de hombres que son muertos aisladamente en el duro combate; pero hubieras sentido grandísima compasión al contemplar aquel espectáculo, al ver cómo yacíamos en la sala alrededor de la cratera y de las mesas llenas, y cómo el suelo manaba sangre por todos lados. Oí la misérrima voz de Casandra, hija de Príamo, a la cual estaba matando, junto a mí, la dolosa Clitemnestra; y yo, en tierra y moribundo, alzaba los brazos para asirle la espada. Mas la descarada fuese luego, sin que se dignara bajarme los párpados ni cerrarme la boca, aunque me veía descender a la morada de Hades.
427 Así es que nada hay tan horrible e impudente como la mujer que concibe en su espíritu intentos como el de aquélla, que cometió la inicua acción de tramar la muerte contra su esposo legítimo. Figurábame que, al tornar a mi casa, se alegrarían mis hijos y mis esclavos; pero aquella ladina más que otra alguna en cometer maldades, cubrióse de infamia a sí misma y hasta a las mujeres que han de nacer, por virtuosas que fueren.
435 Así se expresó; y le contesté diciendo:
—¡Oh, dioses! En verdad que el largovidente Zeus aborreció de extraordinaria manera la estirpe de Atreo, ya desde su origen, a causa de la perfidia de las mujeres: por Helena nos perdimos muchos y Clitemnestra te preparó una celada mientras te hallabas ausente.
440 Así le hablé; y enseguida me respondió:
—Por tanto jamás seas benévolo con tu mujer ni le descubras todo lo que pienses; antes bien, particípale unas cosas y ocúltale otras. Mas a ti, ¡oh Odiseo!, no te vendrá la muerte por culpa de tu mujer, porque la prudente Penelopea, hija de Icario, es muy sensata y sus intentos son razonables. La dejamos recién casada al partir para la guerra y daba el pecho a su hijo, infante todavía; el cual debe de contarse ahora, feliz y dichoso, en el número de los hombres. Y su padre, volviendo a la patria, le verá, y él abrazará a su padre, como es justo. Pero mi esposa no dejó que me saciara contemplando con estos ojos al mío, ya que me mató antes. Otra cosa voy a decir que pondrás en tu corazón: al tomar puerto en la patria tierra, hazlo ocultamente y no a la descubierta, pues ya no hay que fiar en las mujeres.
457 Mas ea, habla y dime sinceramente si oíste que mi hijo vive en Orcómeno, o en la arenosa Pilos o quizás con Menelao en la extensa Esparta, pues el divinal Orestes aun no ha desaparecido de la tierra.
462 De esta suerte habló; y le respondí diciendo:
—¡Oh, Atrida! ¿Por qué me haces esa pregunta? Ignoro si aquél vive o ha muerto, y es malo hablar inútilmente.
465 Mientras nosotros estábamos afligidos, diciéndonos tan tristes razones y derramando copiosas lágrimas, vinieron las almas de Aquileo Pelida, de Patroclo, del intachable Antíloco y de Ayante, que fue el más excelente de todos los dánaos en cuerpo y hermosura, después del eximio Pelión. Reconocióme el alma del Eácida, el de los pies ligeros, y lamentándose me dijo estas aladas palabras:
473 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo en virtudes! ¡Desdichado! ¿Qué otra empresa mayor que las pasadas revuelves en tu pecho? ¿Cómo te atreves a bajar a la mansión de Hades, donde residen los muertos, que están privados de sentido y son imágenes de los hombres que ya fallecieron?
477 Así se expresó; y le respondí diciendo:
—¡Oh Aquileo, hijo de Peleo, el más valiente de los aquivos! Vine por el oráculo de Tiresias, a ver si me daba algún consejo para llegar a la escabrosa Ítaca; que aún no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra, sino que padezco infortunios continuamente. Pero tú, oh Aquileo, eres el más dichoso de todos los hombres que nacieron y han de nacer, puesto que antes, cuando vivías, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual, oh Aquileo, no has de entristecerte porque estés muerto.
487 Así le dije, y me contestó enseguida: —No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos. Mas, ea, háblame de mi ilustre hijo: dime si fue a la guerra para ser el primero en las batallas, o se quedó en casa. Cuéntame también si oíste algo del eximio Peleo y si conserva la dignidad real entre los numerosos mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ptía porque la senectud debilitó sus pies y sus manos. ¡Así pudiera valerle, a los rayos del sol, siendo yo cual era en la vasta Troya, cuando mataba guerreros muy fuertes, combatiendo por los argivos! Si, siendo tal, volviese, aunque por breve tiempo, a la casa de mi padre, daríales terrible prueba de mi valor y de mis invictas manos a cuantos le hagan violencia o intenten quitarle la dignidad regia.
504 Así habló; y le contesté diciendo:
—Nada ciertamente he sabido del intachable Peleo; mas de tu hijo Neoptólemo te diré toda la verdad, como lo mandas, pues yo mismo lo llevé en una cóncava y bien proporcionada nave, desde Esciro al campamento de los aqueos de hermosas grebas. Cuando teníamos consejo en los alrededores de la ciudad de Troya, hablaba siempre antes que ninguno y sin errar; y de ordinario tan sólo el divino Néstor y yo le aventajábamos. Mas, cuando peleábamos con las broncíneas armas en la llanura de los troyanos, nunca se quedaba entre muchos guerreros ni en la turba; sino que se adelantaba a toda prisa un buen espacio, no cediendo a nadie en valor, y mata a gran número de hombres en el terrible combate. Yo no pudiera decir ni nombrar a cuántos guerreros dio muerte, luchando por los argivos; pero referiré que mató con el bronce a un varón como el héroe Eurípido Teléfida, en torno del cual perdieron la vida muchos de los compañeros ceteos a causa de los presentes que se habían enviado a una mujer. Aún no he conseguido ver un hombre más gallardo, fuera del divinal Memnón. Y cuando los más valientes argivos penetramos en el caballo que fabricó Epeo y a mí se me confió todo —así el abrir como el cerrar la sólida emboscada—, los caudillos y príncipes de los dánaos se enjugaban las lágrimas y les temblaban los miembros; pero nunca vi con estos ojos que a él se le mudara el color de la linda faz, ni que se secara las lágrimas de las mejillas; sino que me suplicaba con insistencia que le dejase salir del caballo, y acariciaba el puño de la espada y la lanza que el bronce hacía ponderosa, meditando males contra los teucros.
533 Y así que devastamos la excelsa ciudad de Príamo y hubo recibido su parte de botín y además una señalada recompensa, embarcóse sano y salvo, sin que le hubiesen herido con el agudo bronce ni de cerca ni de lejos, como ocurre frecuentemente en las batallas pues Ares se enfurece contra todos sin distinción alguna.
538 Así le dije; y el alma del Eácida, el de pies ligeros, se fue a buen paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiesen participado que su hijo era insigne.
541 Las otras almas de los muertos se quedaron aún y nos refirieron, muy tristes, sus respectivas cuitas. Sólo el alma de Ayante Telamoniada permanecía algo distante, enojada porque le vencí en el juicio que se celebró cerca de las naves para adjudicar las armas de Aquileo; juicio propuesto por la veneranda madre del héroe y fallado por los teucros y por Palas Atenea.
548 ¡Ojalá no le hubiese vencido en el fallo! Por tales armas guarda la tierra en su seno una cabeza cual la de Ayante, quien, por su gallardía y sus proezas, descollaba entre los dánaos después del intachable Pelión. Mas entonces le dije con suaves palabras:
553 —¡Oh Ayante, hijo del egregio Telamón! ¿No debías, ni aun después de muerto, deponer la cólera que contra mí concebiste con motivo de las perniciosas armas? Los dioses las convirtieron en una plaga contra los argivos, ya que pereciste tú, que tal baluarte eras para todos. A los aqueos nos ha dejado tu muerte constantemente afligidos, tanto como la del Pelida Aquileo. Mas nadie tuvo la culpa sino Zeus, que, tocado del odio contra los belicosos dánaos, te impuso semejante destino. Ea, ven aquí, oh rey, a escuchar mis palabras; y reprime tu ira y tu corazón valeroso.
563 Así le hablé; pero nada me respondió y se fue hacia el Érebo a juntarse con las otras almas de los difuntos. Desde allí quizá me hubiese dicho algo, aunque estaba irritado, o por lo menos yo a él, pero en mi pecho incitábame el corazón a ver las almas de los demás muertos.
568 Allí vi a Minos, ilustre vástago de Zeus, sentado y empuñando áureo cetro, pues administraba justicia a los difuntos. Éstos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la morada de Hades.
572 Vi después al gigantesco Orión, el cual perseguía por la pradera de asfódelos las fieras que antes había herido de muerte en las solitarias montañas, manejando irrompible clava toda de bronce.
576 Vi también a Titio, el hijo de la augusta Tierra, echado en el suelo, donde ocupaba nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le roían el hígado, penetrando con el pico en sus entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos; porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre la amena Panopeo.
582 Vi asimismo a Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra; la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles —perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y verdes olivos—; y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes.
593 Vi de igual modo a Císifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.
601 Vi después, al fornido Heracles o, por mejor decir, su imagen, pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias. En torno suyo dejábase oír la gritería de los muertos —cual si fueran aves—, que huían espantados a todas partes; y Heracles, semejante a tenebrosa noche, traía desnudo el arco con la flecha sobre la cuerda, y volvía los ojos atrozmente como si fuese a disparar. Llevaba alrededor del pecho un tahalí de oro, de horrenda vista, en el cual se habían labrado obras admirables: osos, agrestes jabalíes, leones de relucientes ojos, luchas, combates, matanzas y homicidios. Ni el mismo que con su arte construyó aquel tahalí hubiera podido hacer otro igual.
615 Reconocióme Heracles, apenas me vio con sus ojos, y lamentándose me dijo estas aladas palabras:
617 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo en ardides! ¡Ah, mísero! Sin duda te persigue algún hado funesto, como el que yo padecía mientras me alumbraban los rayos del sol. Aunque era hijo de Zeus Cronida, hube de arrostrar males sin cuento por verme sometido a un hombre muy inferior que me ordenaba penosos trabajos. Una vez me envió aquí para que sacara el can, figurándose que ningún otro trabajo sería más difícil; y yo me lo llevé y lo saqué del Hades, guiado por Hermes y por Atenea, la de ojos de lechuza.
627 Cuando así hubo dicho, volvió a internarse en la morada de Hades y yo me quedé inmóvil, por si acaso venía algún héroe de los que murieron anteriormente. Y hubiera visto a los hombres antiguos a quienes deseaba conocer —a Teseo y a Pirítoo, hijos gloriosos de las deidades—; pero congregóse, antes que llegaran, un sinnúmero de difuntos con gritería inmensa y el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la ilustre Persefonea no me enviase del Hades la cabeza de Gorgona, horrendo monstruo.
636 Volví enseguida al bajel y ordené a mis compañeros que se embarcaran y desataran las amarras. Embarcáronse acto continuo y se sentaron en los bancos. Y la onda de la corriente llevaba nuestra embarcación por el río Océano, empujada al principio por los remos y más adelante por próspero viento.
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