A.J. FESTUGIERE - LA LIBERTAD EN LA GRECIA ANTIGUA (Introducción y Capítulo I)
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A.J. FESTUGIERE - LA LIBERTAD EN LA GRECIA ANTIGUA
E. Seix Barral
INTRODUCCION
La idea griega y la idea cristiana de libertad son seguramente dos de las piedras fundamentales de la civilización occidental. Pero hay que indicar en qué sentido esta afirmación es cierta.
La libertad, como nombre y como idea, no es algo absoluto sino relativo. Cuando se dice "un hombre libre" y se pretende analizar esta noción, inmediatamente se va a parar a la idea contraria de "cautiverio". Ser libre es no ser cautivo, es estar "liberado". Pero ¿liberado de quién o de qué? En el caso del cristianismo, el objeto relativamente al cual se es libre o se está liberado, se halla expresado sin confusión posible por los primeros textos cristianos. El cristiano está libre del pecado, de la ley del pecado. "Jesús dijo pues a los judíos que habían creído en él: "Si persistís en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres". Y ellos le contestaron: "Somos la raza de Abraham y nunca hemos estado sometidos a nadie. ¿Cómo puedes decir: seréis libres?" Y Jesús les contestó : "En verdad, en verdad os digo, quienquiera que comete pecado es esclavo del pecado. Así pues si el Hijo os emancipa, seréis realmente libres". "Gracias sean dadas a Dios, porque, después de haber sido esclavos del pecado, habéis obedecido de todo corazón a la forma de doctrina, a que se os ha entregado. Emancipados del pecado habéis pasado a, ser esclavos de la justicia... Ahora pues, libres del pecado y convertidos en esclavos de Dios, poseéis vuestra mies para la santificación y poseéis el fin y la vida eterna". San Pablo está lleno de ese gran tema, y basta leerle para darse cuenta de los sentimientos que experimenta al pensar que Jesucristo liberó por fin a los hombres de la muerte espiritual. Es la doctrina constante de la Iglesia. Limitémonos a la oración de San Félix de Valois, el 20 de noviembre : "Oh, Dios, que te has dignado llamar celestialmente a la misión de redimir cautivos al beato Félix, concédenos, te lo rogamos, que por tu gracia, liberados del 'cautiverio de nuestros pecados por su intercesión, seamos llevados a la patria celeste".
En seguida se ve en qué plan se sitúa la libertad cristiana. Se trata de un plan moral y espiritual que implica un radical dualismo. Ese plan no se halla sin duda ausente del pensamiento griego: baste recordar, en Platón, el dualismo, asimismo radical, del cuerpo y el alma, del alma prendida en las cadenas del cuerpo (Fed. 82 e 2), clavada al cuerpo (Fed. 83 d 4), la idea de la muerte liberadora, ese motivo de la liberación que persiste a través de todo el Fedón (la filosofía es la que emancipa, Fed. 82 d 5) y que hace de este diálogo uno de los breviarios de la piedad antigua. Tampoco es necesario recordar la influencia de esa corriente platónica sobre toda la filosofía helenística.
Sin embargo, cuando el nombre y la idea de libertad aparecen en la literatura griega, no se refieren primordialmente a la vida espiritual, sino a la vida política. Y son todavía resonancias políticas las que despiertan en nosotros la expresión de "libertad griega". Ya se verá, por otra parte, que si bien es de origen político, ese concepto de la libertad entre los griegos ha tenido las mayores consecuencias para la idea misma de hombre, y para la noción de sabiduría con todo cuanto implica, entre los antiguos, de nobleza, dignidad y autonomía; y que como consecuencia, ese concepto griego de la libertad ha influido poderosamente en la génesis de las ideas morales en occidente y ha contribuido no poco a la construcción de lo que podríamos llamar el. "hombre occidental", que es, por lo menos en mi opinión "el hombre civilizado". De ahí viene el sumo interés de un análisis de la libertad entre los griegos. Este estudio comprenderá tres partes. Ante todo demostraremos cómo la idea de libertad se formó simultáneamente con la idea de polis que domina toda la Grecia clásica, y cómo, orgulloso de la libertad que posee en su ciudad y apasionadamente deseoso de conservar tan gran bien, el ciudadano de los Estados griegos del siglo V, combatió con todas sus fuerzas por la libertad de su patria, que es una misma cosa que la suya propia.
Luego, después de haber recordado todo cuanto el fermento de la libertad hizo surgir entre los griegos del siglo V en los diferentes órdenes de las disciplinas humanas, expondremos cómo los filósofos del siglo IV, Platón y Aristóteles, definieron y precisaron la noción de libertad en sus relaciones con un determinado régimen político, mostrando a la vez las ventajas y peligros de éste, ventajas bien conocidas en su época y sobre las cuales apenas insisten, y peligros que les parecen temibles y por lo mismo les inducen a restringir la idea de libertad, más que a exaltarla.
Finalmente haremos ver el último avatar de esa libertad griega a partir del día en que la caída de la polis y el establecimiento de la monarquía de los Diadocos la forzaron a refugiarse en cierto modo en la intimidad del hombre. Se nos puede arrebatar todo excepto la libertad del alma. Se nos puede arrebatar todo, excepto el derecho imprescriptible de llamar blanco a lo que es blanco e injusto a lo que es injusto, y de constituirnos una filosofía de la vida que res- ponda a nuestras aspiraciones. Ese espectáculo de una libertad puramente filosófica es el que ofrece todavía a nuestros ojos la Grecia sometida y éste no es el menor testimonio de su grandeza.
I LA LIBERTAD POLÍTICA
La noción de libertad está inmediatamente vinculada, en Grecia, a la de demokratia, es decir al gobierno del pueblo por el pueblo (demos): "El fundamento del régimen democrático es la libertad", dice Aristóteles (Pol., Z 2, 1317 a 20), después de Platón (Rep., VIII, 557 b 3, 502 b 6). Consideremos de más cerca qué entendían los griegos al establecer aquel vínculo. El término democracia, para nosotros como para Platón que vio los excesos de aquel régimen durante la guerra del Peloponeso, evoca inmediatamente la idea de licencia. Pero no por ello dejó de significar, en los orígenes de la ciudad griega, una hermosa conquista del hombre. En los tiempos de Homero (siglo VIII) y de Hesíodo (siglo VII), él pueblo no contaba. En la Iliada, en las reuniones del ágora, sólo el rey y los gerontes, jefes de tribu, tienen derecho a empuñar el cetro para dar su opinión y pronunciar sus fallos. En Los Trabajos y los Días, vemos asimismo una diferencia radical entre los grandes terratenientes, que se llaman a sí mismos "hombres de bien", y la masa de la gente humilde que trabaja duramente, ora como verdaderos siervos. bajo la forma de la esclavitud o del mercenariado (thetes), ora en la condición tan inestable de colonos obligados a entregar cinco sextas partes de la cosecha (hektemoroi) o de modestos campesinos libres que no cultivan más que un breve pedazo de tierra.
Condición, por lo demás, 1completamente inestable, ya que, a pesar de las privaciones que se imponen, en la mayoría de los casos ni el colono ni el campesino libre pueden salir adelante: el colono no puede pagar el arrendamiento y el campesino se ve obligado a pedir en préstamo. Ahora bien, los ricos prestan a usura, y la costumbre es entonces cruel para el deudor. Si es insolvente, es vendido como esclavo, él, su mujer y sus hijos; y su campo viene a sumarse a la finca del rico. De modo que en realidad, sólo para éste existe la libertad verdadera. Si los pobres quieren alcanzar la libertad —y nos referimos a la libertad en sentido estricto —, si quieren ser libres en sus personas, en sus cuerpos, tienen que agruparse y unirse, para compensar por un efecto de masa el estado de inferioridad en que individualmente les coloca su nacimiento y su pobreza.
No hay por qué explicar aquí cómo, durante el siglo VII, a consecuencia de la colonización, de los progresos de la población en las ciudades y en los puertos, de los progresos del comercio y del artesanado, se constituyó un demos urbano, más compacto y mejor organizado que el de los campos, que supo darse jefes y luchar así contra los Eupátridas, hasta imponerles finalmente una especie de reparto de poderes. De ese compromiso resultó la polis democrática, en la que tan excelentemente se expresa el genio griego.
Ese cambio se produjo hacia el año 600. Todavía conservamos el texto de la más antigua, sin duda, de las leyes constitucionales de Occidente. Como las leyes de Solón, había sido grabada en un cubo de piedra, clavado a un poste, lo cual permitía hacer girar la piedra para leer sus cuatro caras sin necesidad de moverse. El texto, grabado hacia el año 600, se halla hoy muy deteriorado. Pero el tono democrático de la ley es innegable: el pueblo, demos, promulga una ley constitucional (rhetre); sus demarcas, es decir magistrados elegidos por él, desempeñan un papel dominante en el gobierno de la ciudad; al lado de los demarcas aparecen unos "reyes" (basileis), supervivencia de un régimen puramente aristocrático o monárquico; juntos convienen en reunirse en asamblea popular, en días fijos, para administrar justicia. El condenado puede apelar a un consejo popular, organismo constituido por elección, que consta de cincuenta miembros por tribu y que deberá celebrar sesión plenaria el día 9 de cada mes para administrar todos los asuntos del demos y particularmente juzgar todos los litigios que durante el mes se hayan presentado (líneas 19- 22). Hacia la misma época (592), las leyes de Solón garantizan a los atenienses, para toda la duración de su historia, la "libertad civil", prohibiendo la esclavitud de los deudores insolventes; todos los hijos de atenienses son ciudadanos libres, y se distribuyen en cuatro clases censitarias.; los derechos y deberes son proporcionales al censo, pero aun los ciudadanos de la última clase participan en la gestión de los asuntos públicos como miembros de la Asamblea y de los tribunales. La evolución así iniciada habrá de terminar con la promulgación de las leyes de Pericles, en 451, al instituirse el pago de las funciones públicas, lo cual permitirá a los ciudadanos más pobres el acceso práctico a todos los cargos a excepción del de estra- tega, por razón de las capacidades que exige.
La alianza entre "libertad" y "democracia" implica pues, como se ve, dos privilegios: por un lado la libertad civil, en el sentido de que todo miembro de la ciudad, hijo de padres ciudadanos, se halla garantizado en su persona y en sus bienes mientras no infrinja ninguna de las leyes civiles ni políticas del Estado, y por otro la 'libertad política, en cuanto el ciudadano, por el solo hecho de su nacimiento, y a reserva, evidentemente, de obedecer a las leyes, es apto para revestir todas las magistraturas públicas, ya sea que le correspondan por sorteo o que se le confíen por elección. Semejante régimen es distinto del oligárquico o aristocrático en el que el poder sólo pertenece a la clase restringida de los "ricos" o de los "mejores" (en sentido social) y del régimen monárquico o tiránico, en que el poder pertenece únicamente a un solo hombre cuya decisión tiene fuerza de ley.
A la pregunta que más arriba formulábamos: "¿Cuál es el objeto relativamente al cual el hombre griego es libre, es decir, está liberado, o cuál es el cautiverio de qué se ha emancipado?" podemos con, testar con una palabra. El griego se ha liberado, por una parte, en su misma persona, de las cadenas de la esclavitud que de ataban de hecho (en forma de servidumbre) o que constantemente le amenazaban con ligarle, dado lo precario de su condición material (esclavitud por deudas); y por otra parte, se ha liberado, en tanto que animal político, del dominio tiránico de los primeros dueños de Grecia, los reyes o los señores feudales que poseían la tierra. He aquí el sentido de la libertad entre los griegos.
Si hay que juzgar das cualidades o los vicios de un régimen según la mayor o menor justicia que instaure entre los hombres, no cabe dudar de que la democracia griega, en su primer estado, fue un régimen infinitamente mejor que la oligarquía puramente egoísta que sustituía. Veamos pues en qué consiste exactamente la libertad aportada por aquélla. Después de haber recordado que el fundamento de la democracia es la libertad, y que, según la opinión común en Atenas, ese régimen es el único en que los hombres participan de la libertad y que tal es el fin mismo que se propone toda constitución democrática, Aristóteles continúa en los siguientes términos (Fol., Z 2, 1317 b 2) : "Ahora la libertad consiste, por una parte, en el hecho de ser alternativamente gobernado y gobernante— ya que la noción popular de la justicia es la igualdad de los derechos para todos numéricamente hablando y no según su valor, y si tal es la noción de la justicia, la masa es necesariamente soberana : es la decisión de la mayoría la que cuenta en último término y dicta el derecho—; la libertad consiste, por otra parte, en el hecho de que cada uno es libre de vivir a su guisa: ésa es en efecto la función propia de la libertad, si es cierto que lo que caracteriza al esclavo es no vivir a su guisa. Tal es pues el segundo rasgo distintivo de la democracia, de donde procede la pretensión de no tener señores. Si es posible, de no tener ninguno; si es imposible, de ser alternativamente señor y súbdito: pues de este modo se tiende a realizar la libertad en la igualdad para todos".
Veamos a continuación algunos textos del siglo V, para mejor aclarar esa definición del más lúcido e imparcial de los escritores políticos de la antigüedad.
Herodoto interrumpe súbitamente el relato de la conjuración de Darío contra los magos para referirnos que, después del asesinato del falso Smerdis, al reunirse los siete conjurados, tres de ellos, Otanes,Megabizo y Darío, sostuvieron sucesivamente la causa del régimen popular, de la oligarquía y de la monarquía (III, 80-82). Es evidente, como lo hacer ver su más reciente editor, que esos tres discursos no tienen ninguna verosimilitud histórica y que Herodoto se inspira sencillamente en discusiones sofísticas como las que a la, sazón estaban de moda en la Atenas de Pericles.
¿Cuál es, pues, a los ojos de Otanes-Herodoto, la ventaja principal del sistema democrático? Acaba de demostrar los inconvenientes del régimen monárquico. Entregar todo el poder a un solo hombre, sin que tenga que dar cuenta a nadie es necesariamente, por excelente que sea aquél, llenarle de insolencia orgullosa (hybris) y de envidia. Desde aquel momento, el monarca se convertirá en tirano. No podrá tolerar a ningún igual. Envidiará a los mejores. Desconfiará de los aduladores. Convencido de que todo lo puede, trastornará las costumbres más santas y cometerá todos los crímenes. "Por el contrario; el gobierno del pueblo lleva ante todo el más bello de todos los nombres: isonomia. En segundo lugar, ese gobierno no actúa en ningún modo como el monarca: las magistraturas se confieren por sorteo, todos los magistrados deben rendir cuentas, y todas las deliberaciones se celebran ante el público". Otanes opina, pues, en favor del gobierno popular: "ya que en el número consiste todo".
En esa opinión se reconocen muchos rasgos, y aun términos, favoritos del alma griega del siglo V. Ante todo "el más bello de todos los nombres: isonomia". La isonomia es el reparto igual entre todos, lo que nosotros llamaríamos la "igualdad de derechos civiles y políticos", Ahora bien, para demostrar hasta qué punto la idea y el término son familiares a los espíritus del siglo V, bastará con una sencilla anécdota. Un médico, Alcmeón de Crotona, pretende determinar, según la costumbre de los médicos de entonces, las causas generales de la salud y de la enfermedad. Respecto a este punto, reinaban esencialmente en la Medicina antigua dos teorías : una, que podemos llamar "dietética" hace depender el buen o mal estado de salud del régimen alimenticio y, en general, del modo de vivir (ejercicios físicos, descanso, etc.) ; la otra, que podemos denominar "somática" lo funda en la buena o mala mezcla, en el cuerpo, de los cuatro elementos o, más precisamente, de sus cualidades fundamentales: frío, calor, sequedad y humedad. Alcmeón comparte esta segunda opinión, que es, en general, la de la escuela médica de Sicilia y Magna Grecia. Y he aquí cómo se expresa para explicar que la salud depende del equilibrio de las cualidades fundamentales: "Lo que mantiene la salud es la isonomia de las cualidades, humedad y sequedad, frío y calor, amargor y dulzura, etc.; mientras que, por el contrario, la monarquía de una de ellas es causa de enfermedad. En efecto, el poder absoluto (monarquía) de uno de los contrarios trae consigo la ruina de la persona. De hecho las enfermedades sobrevienen, por lo que a su causa se refiere, por exceso de calor o de frío... En cambio la salud consiste en la mezcla bien proporcionada de las cualidades" (fr. 4 Diels).
Pasemos ahora a la guerra del Peloponeso y al famoso discurso de Pericles sobre los atenienses que perecieron durante el primer año de aquella contienda (Tucídides, II, 35 y ss.) (*). Pericles empieza con un. elogio de los antepasados que, "con sus virtudes militares transmitieron a sus sucesores el suelo de la patria libre hasta hoy" (II, 36). Continúa con un elogio de la democracia en el que hallamos ya los dos caracteres distintivos señalados por Aristóteles : por un lado la igualdad de derechos, por otro la libertad que cada uno tiene de vivir a su guisa. "Nuestra constitución — dice— se llama democracia, porque interesa, no a un pequeño número de individuos, sino a la mayoría. Por lo que respecta a las leyes, todos, en las querellas entre par- ticulares, gozan de derechos iguales; en lo que se refiere a las dignidades, cada uno, según el mérito que le distingue, es ordinariamente preferido para los cargos públicos, no por causa de su partido, sino por sus virtudes. Y ni siquiera hay exclusiones por falta de ilustración debida a la pobreza, cuando un ciudadano se halla capacitado para prestar algún servicio al Estado. Nuestra conducta por lo que respecta a la administración de los negocios públicos y en lo que concierne a la desconfianza en las relaciones diarias de la vida, es completamente franca: ni nos irritamos contra nuestros semejantes si obran a su guisa, ni infligimos tormentos de esos que, por cuanto no tienen reparación, no son menos penosos de soportar a los ojos de todos. A pesar de esa facilidad en nuestras relaciones privadas, un temor respetuoso, más que ninguna otra cosa, nos impide infringir las leyes en nuestros actos públicos, pues obedecemos a los magistrados que se suceden en los cargos lo mismo que a la leyes, y sobre todo a aquéllas que, sin estar escritas, representan para quienes falten a ellas una vergüenza por todos reconocida".
Tal es el ideal de la, democracia y de la libertad. Antes de señalar sus excesos, conviene mostrar cómo ese principio de libertad suscitó en Atenas un prodigioso desarrollo de vida y actividad en todas las disciplinas humanas.
Ante todo, es indudable que la libertad de que gozaban en cuanto ciudadanos impulsó a los atenienses a ,defenderse sin desfallecer, a principios del siglo V, contra los persas y, a fines de ese mismo siglo, contra Esparta y sus aliados. Es un lugar común entre los poetas trágicos y los historiadores de la época el comparar a los griegos con los súbditos del Gran Rey, como hombres libres frente a esclavos. No sólo combatían pro aria et focis, sino por un ideal de vida que habían conquistado en buena lid y del que tenían conciencia que era el único que les podía asegurar un total desarrollo de la persona humana. En los Persas de Esquilo (472), cuando Atossa pregunta al coro (versos 230 y ss.): "¿Dónde está Atenas? ¿Es acaso una ciudad tan grande y tan poderosa por su ejército y por sus tesoros que Jerjes haya considerado necesario abatirla? ¿Quiénes son, pues, esos atenienses? ¿Qué jefe les conduce, al combate y les gobierna como déspota?", los ancianos contestan: "No se dicen esclavos de ningún hombre ni obedecen a nadie" (v. 242).
No ser esclavo de ningún hombre, ésta es la gloria del griego. Cuando el Otanes de Herodoto, que, aunque persa, expresa el ideal griego, ve rechazada su proposición de un régimen democrático y aceptada la monarquía, declara que por su parte rechaza el poder: "pero a condición—dice—de que no estaré a las órdenes de ninguno de vosotros, ni yo ni ninguno de mis descendientes a perpetuidad" (III, 83). Y el historiador concluye (III, 84): "Y todavía hoy, la casa de Otanes es la única libre entre los persas". ¿En qué consiste esa libertad? "Esa casa no está sometida más que mientras quiera, en cuanto no infringe las leyes de los persas". Toda la diferencia está resumida en esas palabras. El griego no obedece a. un hombre, pero obedece a la ley, ya que ésta es la expresión de la voluntad del pueblo, y el. pueblo es él. En efecto, él es quien, en el consejo y en la asamblea, ha preparado y redactado la ley; él es también quien la aplica en los distintos tribunales de la ciudad.
Esta concepción política no es particular de tal o cual Estado griego. Sin duda Atenas constituye el modelo (Tucídides, II, 37), pero no es la única ciudad que posee semejante privilegio. Herodoto lo atribuye también a los espartanos en una circunstancia memorable. Jerjes, en Dorisco de Tracia, a punto de invadir Grecia propiamente dicha, hace el recuento de su ejército y de su flota (VII, 100).
Asombrado ante su mismo poderío, manda llamar ante sí a Demarates, antiguo rey de Esparta expulsado de su patria y refugiado en la corte persa, y le hace la siguiente pregunta: "¿Cómo podrán los griegos resistir a un ejército tan formidable?" (VII, 101). Demarates le contesta que los lacedemonios, aunque no tuvieran más que un millar de hombres, combatirían hasta el último antes de ver esclava a Grecia (VII, 102). Jerjes se echa a reir. ¿Qué harán mil hombres contra él, o cinco mil, o aunque sean cincuenta mil? ¡Sin contar con que esos hombres son todos igualmente libres y no obedecen a un jefe único! Si al menos, como entre los persas, los griegos estuvieran gobernados por un monarca, le temerían, y, por miedo, se resignarían a una lucha desigual. Pero, puesto que son libres, no combatirán (VII, 103). ¿Qué contesta Demarates? "Los lacedemonios son libres sin duda, pero no lo son en todo. Tienen por dueño a la ley, y la temen mucho más de lo que los persas puedan temer a Jerjes. Siempre obedecen a sus mandatos, y el mandato de la ley siempre es el mismo: no huir del combate, cualquiera que sea el número de los adversarios, sino mantenerse firme en su puesto hasta vencer o morir" (VII, 103).
En cuanto al tesón de Atenas en los últimos años, tan trágicos, de la guerra del Peloponeso, baste citar las nobles líneas de Tucídides en el pasaje mismo en que, a pesar de todo, condena la política de los atenienses después de la muerte de Pericles (II, 65). "A pesar de su desastre en Sicilia, de las pérdidas que sufrieron de todo su ejército y de la mayor parte de su armada, y a pesar de que en la ciudad misma no hubo más que disensiones, los atenienses, durante tres años resistieron, no sólo a sus antiguos enemi- gos, sino también a los sicilianos que se sumaron a ellos, a sus propios aliados, que en su mayoría les habían abandonado, y finalmente a Ciro, hijo del Gran Rey, que había sumado sus fuerzas a la coalición y daba dinero a los peloponesios para su marina. Y aunque no puede negarse que al fin cedieron, ello no fue antes de que hubiesen sucumbido a sus propias luchas interiores y se hubiesen derribado a sí mismos."
El coro de ancianos, en los Persas, se lamenta de la ruina del poderío del Gran Rey. Ya nadie pagará tributo ni se arrodillará para recibir las órdenes reales. Se acabó la fuerza del basileus (vv. 584, 590). Y añade luego: "Ay, ni siquiera para las lenguas habrá freno. Porque un pueblo se siente desatado y habla libremente en cuanto no se halla sometido al yugo de la fuerza" (vv. 591-594).
Como puede verse, del sentido de libertad política que es el fundamental, en cuanto toda libertad deriva del derecho imprescriptible que todo hombre tiene a usar a su antojo de su propia persona, se ha pasado naturalmente a la libertad de pensamiento, de lenguaje, de actitud y de conducta: el hombre libre debe comportarse como un hombre libre. La evolución semántica sería interesante, pero demasiado larga de explicar. únicamente quisiéramos, por medio de algunos ejemplos, demostrar cómo ese espíritu de libertad favoreció el espíritu de investigación e invención, entre los griegos del siglo V, en la misma medida en que favorecía también el mayor desarrollo de la personalidad.
Así ocurre, en primer lugar, en el arte más importante de la época, o sea la tragedia ática: La primera obra que conservamos de Esquilo, las Suplicantes (493-490), es apenas un drama cuyos personajes viven y se mueven: mejor podría comparársela a un oratorio. Mucho mayor vigor se encuentra ya en los Persas (472), aunque, asimismo, los personajes tienen todavía mayor carácter de símbolos que de individualidades concretas. Y lo mismo cabe decir, por grandiosa que sea, de la figura de Eteocles, en los Siete contra Tebas: Eteocles es la resistencia, y como a tal nos conmueve, y no por los rasgos particulares que le caracterizan como individuo.
Quien, por así decirlo, emancipó la personalidad de los héroes trágicos, fué Sófocles, cuyo primer éxito data de 4 6 8 : Ayax, Edipo, Antígona, Tecmesse, Deyanira, Filoctetes, nos interesan en cuanto a. individuos. Y esa liberación corre parejas con innovaciones técnicas. Sófocles introduce el tercer actor, aumenta de doce a quince el número de los coreutas, se desprende de la norma que exige que las tres piezas de una trilogía se refieran a una misma leyenda. Hacia la misma época, Agatarco inventa el arte de la perspectiva y este progreso técnico, apenas descubierto, se emplea en las decoraciones del teatro. Y lo que demuestra claramente la curiosidad y el ardor constantes de los griegos de la época, es que el viejo Esquilo, en su Orestiada (458), adopta las innovaciones de su rival: Agamenón, Clitemnestra, Casan- dra, Electra y Orestes son caracteres de una fuerza y una vida inolvidables.
En el arte de la escultura, cuya edad clásica empieza con las guerras médicas, se observa una liberación análoga: "Antes del año 500 — escribe Ch. Picard— habían aparecido algunos artistas muy notorios; pero sobre todo existían "talleres", si no "escuelas". El clasicismo de los dos grandes siglos de Grecia permite los más expresivos triunfos del individualismo". Para manifestar el camino recorrido desde los tiempos de la batalla de Maratón hasta Fidias, aquel mismo autor publica, después de las estatuas de los frontones del Partenón, una figura de hombre tendido o herido, de un frontón de uno de los tesoros de Delfos, fechada entre 490 y 485.
Cambios de orden análogo se revelan en el arte de la música. Son de dos clases. En tiempo de Píndaro y sin duda desde mucho antes, los griegos conocían tres escalas musicales, la enarmónica, la cromática y la diatónica, que procedían respectivamente por cuartos de tono, tercios de tono y semitonos. La escala enarmónica, de la cual apenas podemos en la actualidad formarnos idea; no permitía más que una melodía severa y grave, bastante monótona, sin inflexiones sensibles ni modulaciones apasionadas. Correspondía a la nobleza y a la pureza de líneas del estilo dórico. Era la música que convenía a la poesía sagrada, lo mismo que a las grandes obras pindáricas o a los coros trágicos. Se ajustaba perfectamente al papel de consejeros morales que los poetas de la lírica coral, y después de ellos, los coros trágicos, solían atribuirse. Por esto, desde Frínico (hacia 500), esa escala era la única admitida en la música que sostenía los textos cantados por esos coros. La cromática, en cambio, se prestaba a una melodía sensible y apasionada, aquella que Platón llama "música azucarada" y a la que no regatea censuras. Para un antiguo, pasar de la escala enarmónica a la cromática era algo semejante a lo que puede ser para un moderno pasar de Bach a Schu- mann. Ahora bien, desde los tiempos de Eurípides, algunos músicos intentaron moderar la austeridad de la enarmónica en los coros aproximando sus intervalos al semitono, es decir, acercándola a la cromática. El último paso fue franqueado por el poeta trágico Agatón, en 410, al introducir el empleo de la cromática en el acompañamiento de los coros de tragedias.
La otra liberación es la siguiente. Todavía en tiempos de Píndaro, el canto vocal (¡al unísono!), la música de acompañamiento y los movimientos coreográficos constituían, en la lírica coral, un conjunto indisoluble. La música era muy sencilla y una misma melodía se repetía en todas las estrofas y antiestrofas, variando únicamente en el épodo. Aquella música permanecía realmente en su rango de sirvienta. Lo que prevalecía era el canto. Éste, por lo demás, era obra del poeta mismo, que lo había compuesto juntamente con la letra, al igual que dirigía personalmente las evoluciones del coro. Quien triunfaba era pues el poeta: ni siquiera se saben los nombres de los flautistas o citaristas profesionales que con sus instrumentos acompañaron la ejecución de las odas pindáricas. Pero la música no tardó en salir de ese papel secundario. Ya en tiempos de Esquilo, su rival Pratinas protesta, en un hiporquema, contra las libertades que se han tomado los flautistas, destinados, por profesión, a acompañar el canto coral: "No son ellos quienes acompañan —dice—, sino el canto del coro el que pasa a ser un acompañamiento de las flautas". Hacia mediados del siglo, la música se ha hecho bastante independiente — aunque sin dejar de fundarse, naturalmente, en un conjunto esencialmente vocal — para que se pueda construir en Atenas la primera sala de conciertos, el Odeón de Pericles. Más tarde, bajo la influencia de Timoteo, que fue amigo de Eurípides, y de Filoxeno, la música se convirtió en un arte casi enteramente autónomo y que apasionaba a los atenienses. Hacia la misma época, el coro, por lo menos en las tragedias, tiende a ceder el paso a puros intermedios de música y danza. Así parece que ocurría en las Ecclesiazusai (392?) y el Pluto (388), de Aristófanes. En las comedias de Menandro el coro ha desaparecido, y ha sido sustituido por danzas o pantomimas acompañadas de música.
Análogo progreso cabría encontrar en otros géneros. Por ejemplo en la prosa, en la que, desde el período gorgianesco cristalizado en la estructura antitética en que todos los miembros de la frase, grandes y pequeños, se corresponden rigurosamente, se pasa en pocos años al estilo infinitamente más flexible de los primeros diálogos de Platón, donde parece oirse hablar a la buena sociedad ateniense. Por ejemplo, por fin, en la Medicina, donde, al lado de la Medicina clerical cuyo triunfo será el establecimiento del culto y de los "milagros" de Esculapio a partir de los últimos años del siglo V, se ve aparecer una Medicina laica independiente de toda superstición, y únicamente fundada en la experiencia y el razonamiento que, ya a fines del siglo V, desemboca en esta declaración del autor del Mal sagrado (capítulo I) : "Esta enfermedad no me parece tener nada más divino que las demás, ni más sagrado ; del mismo modo que todas las demás enfermedades tienen un origen natural a partir del cual nacen, ésta tiene también un origen natural y una causa ocasional".
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